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Crónicas estivales (III): El pueblo

Crónicas estivales (III): El pueblo

Aquí tienes dos opciones. O te aburres como una ostra o te conviertes en alcohólico anónimo o borracho conocido. No hay otra alternativa. Les cuento cómo es el pueblo de mi suegra en el que acabo de aterrizar con toda la familia para pasar este veraneo de la crisis. Un centenar de casas en torno a un paseo arbolado y, de ese centenar, una cuarta parte son bares. Distracciones, lo que se dice distracciones, hay pocas. Yo diría que ninguna. Hombre, puedes pasear hasta la ermita de corte románico que corona el pueblo, pero más te vale que lo hagas al amanecer porque la cuesta que lleva a ella no tiene nada que envidiarle al Tourmalet. Cuando hablan de la vida campestre uno siempre se hace a la idea de una pequeña población tranquila, bastante fresquita, rodeada de árboles y con un riachuelo donde se reúne la gente para celebrar cualquier evento. Lo que uno no se imagina nunca es un pueblo sin apenas vegetación, rodeado por un inmenso secanal y donde el sol te recuerda los spaghetti-western de Sergio Leone rodados en el desierto almeriense. con Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach haciendo de las suyas. Miras el campo y crees que se te va aparecer como de la nada Mad Max en busca de gasolina o agua.

Pese a todo, me lo tomo con tranquilidad. A ver qué remedio. Mi móvil no tiene cobertura y navegar por internet es algo así como hablar de la Guerra de las Galaxias. Pura ciencia-ficción. Por lo tanto echo mano de un libro (me he traidos hasta seis best-seller, previsor que es uno), enciendo el ventilador y, nada más abrir la primera página, llega el smpático de mi cuñado con las prisas

-No me digas que te vas a poner ahora a leer un libro. Venga, hombre, no seas aburrido. Vamos a darnos una vuelta, vemos a los amigos, y nos tomamos unas cañitas.

Unas cañitas, ja. Veinte, cincuenta, cien, doscientas. Aquí no existe la medida. No tienen hartura. "Llena, niño, que esto se ha vaciao". Litros y litros de Cruzcampo, eso sí,  hay que reconocer que está fresquita, acompañada de trozos de chorizo, de jamón, de tortilla de patatas, de ensaladilla rusa, de flamenquines, de croquetas, de pimientos rellenos de carne, de morcilla, de callos, de higaditos de pollo, de revueltos varios, de conejo guisado o en arroz (a los forasteros que llegamos por estas fechas nos llaman "conejeros" porque dicen que acabamo con todos los roedores) y de otra treintena de tapas, afortunadmanete gratuítas regadas con buen y abundante aceite de oliva que van directas a los michelines, a la barriga y a ponerte el colesterol por las nubes. Y yo que pensaba ponerme a régimen y perder unos kilitos estas vacaciones. Anda qué vamos apañados.

 Eso sí. A las siete y media pongo el despertador y a las ocho en punto de la mañana me coloco el pantalón corto, la camiseta y las zapatillas de deporte y me lanzó a hacer kilómetros por la carretera. Muchos vecinos me mirán asombrados y hacen comentarios mordaces sobre mis ansias deportivas de urbanita despistado. "Tenga usted cuidado que a la vuelta le puede dar un soponcio". Y es que el camino de ida es estupendo, cinco kilómetros cuesta abajo que se hacen en menos de una hora. Pero el de vuelta para mí y mis piernas se quedan. Esos mismos cinco kilómetros a pleno sol y con una pendiente hacia arriba del diez por ciento suponen un esfuerzo titánico que se refleja en un caminar como a cámara lenta, una camiseta chorreando sudor por todos lados y una cara congestionada a punto de una apoplejia.

Uno y otro, es decir la caminata y las cañas, se repiten indefectiblemente todos los días y conforman el aspecto formal a estas idílicas vacaciones campesteres. Si a ello unimos la consabida siesta y la reunión nocturna en una terraza de la familia (suegra, niños, cuñados, primos y hasta una veintena de agregados) soportando historias locales y comidillas de vecinas que ni te van ni te vienen y que te sumen en un profundo y aburrido sopor, tenemos el panorama que me espera todo el mes de agosto. Ustedes diran que encantandor ¿verdad? Pues se lo cambio sin verlo por un mes trabajando en Sevilla.

En el próximo episodio les contaré como se rompe la habitual monotonía del pueblo cuando llegan las fiestas, pasados mediados de mes y los seiscientos habitantes se convierten en tres mil. Todo un espectáculo- Ya verán 

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