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Eduardo Mendoza: “Mis personajes son distintas manifestaciones de mi perfecta inseguridad”

Eduardo Mendoza: “Mis personajes son distintas manifestaciones de mi perfecta inseguridad”

Tras su mirada cordial y permanente sonrisa familiar, Eduardo Mendoza vela los golpes de la experiencia, el impacto súbito de la escritura concebida como arte dialógico a medio camino entre la capacidad y la persistencia, entre el discurso y la praxis. Un estilo personal que con el tiempo ha provocado la evanescencia del escritor barcelonés entre sus propias historias, hasta el punto de unificarse con ellas: un grupo de obras disímiles (la última, Tres vidas de santos) que gustan sobremanera de lo irónico y paródico —como El misterio de la cripta embrujada o El asombroso viaje de Pomponio Flato—, pero también, y de manera magistral, de la narración socio-histórica, minuciosa y formal —véanse La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios—. Pues son más de treinta años inmerso en un oficio del que Mendoza destaca, entre otros aspectos, un feedback potencial con lectores varios, simiente de su interés actual por una reflexión compleja sobre el entorno literario.

 

La lectura, ¿una falsificación?

La verdad es que cuando me propusieron hace meses inaugurar la Feria del Libro de Sevilla estaba dándole vueltas a este tema y, bueno, tengo una cosa ahí escrita sobre la visión falsa de nuestras propias lecturas. Cuando me preguntan —y lo hacen mucho— por las obras que me gustan, por mis autores favoritos, al contestar siempre tengo la sensación de haber respondido una falsificación. Qué es la lectura en realidad es un asunto que me preocupa mucho.    

 

 Afirmó en una ocasión que, hoy en día, las personas no sabemos de verás qué es leer y, por extensión, qué es la Literatura. ¿Tiene esto que ver con dicha preocupación?

Exacto. Últimamente tengo mucho contacto con los lectores; he recibido un input de gente y sitios muy diversos —de toda España, pero también de Turquía, Rusia, Noruega y Suramérica—, del que he sacado una información privilegiada, pues sólo quienes hemos sido capaces de ir recogiendo todas esas aportaciones, realizadas de una manera espontánea, tenemos una encuesta hecha a lo largo de muchos años, la cual me ha llevado a una serie de reflexiones muy complicadas sobre cómo el lector se ve a sí mismo leyendo, en qué consiste, yo creo, esa mala interpretación y cómo eso luego repercute en la enseñanza, en la visión de los críticos y en nosotros mismos cuando hablamos de Literatura, ya que lo hacemos con unas ideas preconcebidas que no responden a nuestro verdadero sentimiento, que se expresa, cuando no nos damos cuenta, haciendo una pregunta al escritor.

 

Quizás por ello las librerías actuales parezcan bazares, recorridos sin apenas sentido ni dirección, sólo para mirar lo que allí se ofrece…

Sí. Se han producido varios fenómenos al mismo tiempo, precisamente por este desconcierto que lo afecta todo; por ejemplo, el consumismo aplicado a la lectura: tenemos que leer mucho y tener muchos libros, cuando hasta hace más bien poco la biblioteca de una persona verdaderamente culta constaba como máximo de cien libros que leía y releía, estudiaba y reflexionaba, pues ésa era su cultura literaria, la de nuestros maestros. Hoy, en cambio, cada día leemos un libro y lo dejamos a la mitad porque ya están haciendo su película o serie de televisión. Vivimos un poco corriendo detrás de los libros, en vez de ser los compañeros de nuestra tranquilidad.

  

Por la abundancia de títulos, la publicidad…

Muchas causas. Lo importante no es quién tiene la culpa, sino cómo hemos de tomárnoslo: qué es lo que deberíamos hacer, si es que se puede hacer algo, o si lo mejor es dejarnos llevar por el orden natural de las cosas. Pero bueno, por lo menos que los responsables intelectuales —no los editores, libreros o publicistas, sino los profesores, críticos…— tengan esto en cuenta. 

 

 Y mientras tanto usted a lo suyo: crear libros; el último, Tres vidas de santos, acerca del que me surge similar cuestión a la que se formulara Gabriel García Márquez en el prólogo de Doce cuentos peregrinos: ¿por qué tres y por qué santos?

Hay números consagrados tal vez por razones de embalaje, como media docena o una docena, pero la cuestión es que me parecía que tenían que ser tres relatos. Y vidas de santos porque debía buscar algún hilo conductor que relacionara entre sí tres cuentos escritos en épocas muy distintas, en estilos muy diferentes. Y no tendría por qué haber dicho nada, si acaso “tres muestras”, pero se me ocurrió este título porque me gustan mucho las hagiografías. Me parece un género literario muy poco estudiado, cuando durante muchísimos siglos fue la única literatura que existía: las crónicas de los reyes para consumo de ellos y cuatro ministros y las vidas de santos para el pueblo.

  

Tres historias con cierta unidad, pero cuyos protagonistas comparten esa cierta marginalidad social de la que hacen gala el grueso de sus personajes. Veo que continúa su preocupación por este asunto…

La verdad es que nunca me lo he propuesto, y cuando termino un libro me doy cuenta o alguien me señala que he vuelto a escribir la misma historia, en claves distintas, pero siempre acaba siendo ese personaje que sale de un manicomio, viene de otra galaxia o es un romano que va a Tierra Santa; un personaje que se encuentra en un mundo que funciona de acuerdo a unas reglas muy claras pero que él desconoce, y tengo la impresión de que es un poco lo que nos pasa a todos: nos movemos por un mundo donde decimos que está todo clarísimo aunque a veces no entendamos muy bien el juego, es decir, simulamos conocer las reglas pero hemos salido a practicar un deporte en el cual no sabemos muy bien si meter la pelota en una canasta con la mano o hacerlo con el pie.

  

Pero es una marginalidad distinta a la del extraterrestre de Sin noticias de Gurb o el loco de El misterio de la cripta embrujada

Mientras que las otras son extraterritoriales, de buen rollo, las historias de Tres vidas de santos son un poco más pesimistas, de momentos más bajos, con gente que no ha encontrado su sitio y no lo lleva nada bien, gente que ha logrado integrarse de alguna forma —uno se ha hecho escritor, otro obispo y el último viaja por el mundo—, pero mal. No poseen un estímulo como el extraterrestre de Sin noticias de Gurb, quien está dispuesto a transformarse en lo que sea y buscar chicas, una moto…

  

Dicen que los personajes literarios tienen todo y nada de su creador. En su caso, ¿está de acuerdo?

Yo creo que lo tienen todo de mí: son distintas manifestaciones de mi perfecta inseguridad. A veces, como en estos sueños que tenemos todos de haber llegado a un lugar y no saber muy bien por qué estamos en él, esa sensación de inseguridad nos acompaña por la vida. O quizás no a todo el mundo, quizás a algunas grandes personas no les pasa esas posibles manifestaciones, pero a los de a pie yo creo que nos ocurre. Si uno consigue cortar muchas orejas y rabos y ganar mucho dinero, pues se le pasa, o se le queda ahí en un rincón, pero al final, con el tiempo, cuando se corte la coleta, ya le saldrá.

  

De que se lo pasa bien escribiendo no hay ninguna duda. ¿Qué supone el humor para usted?

El humor forma parte de mi vida, al igual que en la de casi todo el mundo. Cuando me encuentro con amigos, unas veces hablamos de cosas serias y otras contamos chistes y hacemos bromas. Pues yo creo que escribir es en la misma manera que estamos en el mundo, con seriedad cuando conviene y en ocasiones echándonos unas risas. Claramente, una propuesta de humor donde también puede haber una reflexión, donde ese mismo personaje puede estar presente con otras formas de actuar. Eso me hace pasar muy buenos ratos, aunque no todos; hay gente que cree que, como escribo libros de risa, me paso todo el rato riéndome como un tonto, pero la verdad es que cuesta mucho. Un libro de cien páginas a lo mejor son seis meses de ponerle muchas horas, porque un libro sale a base horas y tremendas decisiones, ya sea una escena importante o un chiste.

 

¿Le han quedado ganas de repetir con el relato?

Nunca tengo ganas de repetir lo que ya he hecho, lo que ocurre es que al cabo del tiempo me olvido y ya no me parece una repetición. Por ejemplo, he escrito tres libros con el mismo protagonista, pero nunca han sido una serie: cada uno es distinto de los otros. He envidiado siempre a quienes escribían series con los mismos personajes (Vázquez Montalbán, Agatha Christie, Raymond Chandler) porque me gustaba mucho la característica de empezar un libro conociéndolos ya; eso les da un encanto muy especial, y además lo que uno espera es que no hagan cosas nuevas, sino que se comporten igual. El exponente máximo es Sherlock Holmes, de quien se quiere que hable con Watson, que estén en esa casa inglesa, con la niebla… La aventura es lo de menos, lo bonito es la escenografía. En fin, no lo conseguí nunca porque me molesta mucho volver sobre un camino que ya he andado.

  

Entonces, tras El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras, se hace complicado un cuarto libro con el mismo personaje…

No lo sé. Pero yo creo que ya tengo que empezar a recoger y cambiar de registro. Hay un momento en que todo se agota y hay que saber retirarse. No quiere decir esto que vaya a sentarme en un banco del parque a leer el periódico, pero quizás sí hacer otro tipo de escritura. El ensayo es un género que cada vez me atrae más. Las memorias, por su parte, no me hacen ninguna gracia, aunque si las dejo para muy tarde ya no me acordaré de nada.   

 

 

 

 

 

 

 

 

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