Ismael Álvarez de Toledo | Domingo 26 de abril de 2015
Nadie puede pretender que la corrupción pase de puntillas por
nuestras actividades cotidianas, como si fuera algo que repercute directamente
en la clase política. De hecho, la corrupción no es patrimonio de unos pocos,
sino que está intrínsecamente ligada a nuestra vida, formando parte de ella en
cualquier tipo de actividad, profesión o, más generalizadamente, en actividades
de tipo social.
La corrupción es para el hombre, una cuestión inherente a la
economía, y viene a ser condición indispensable, encubierta o no, de la mayoría
de las transacciones con un fin económico, desde el principio de los
tiempos. Aunque es cierto que nunca ha
estado tan ligada, como ahora, a la clase política, muy probablemente, porque
nunca ha existido tanta información para los ciudadanos, la corrupción ha
llenado a lo largo de la historia, cientos de miles, millones incluso, de
páginas de prensa y noticiarios de todo el mundo. Tal es así, que las distintas
academias de la lengua, la definen de una manera parecida, aunque señalando
directamente a organizaciones, especialmente las públicas, en "la práctica de
la utilización de sus funciones y medios de aquellas en provecho, económico o
de otra índole, de sus gestores".
La sensación de que la política en España es sinónimo de
corrupción, es una idea muy extendida entre los ciudadanos. En buena medida por
los numerosos escándalos que han acompañados, desde siempre, a los dos
principales partidos que han gobernado este país. Y no solo por aquellos casos
que salen a la luz, denunciados casi siempre por ciudadanos anónimos u
organizaciones de consumidores y usuarios, sino por otros muchos que tienen que
ver con familiares directos de los políticos, y que se benefician, a ojos
vista, por tráfico de influencias, información privilegiada, y otras muchas
cuestiones que salen a diario en la prensa, teniendo como principales
protagonistas a hijos de expresidentes, maridos de presidentas autonómicas, y
un largo etcétera.
En nuestro descargo, aunque no sirva para redimir la acción
punitiva, tenemos que Italia está por delante de nosotros, que el nivel de
corrupción en Portugal o Francia es parecido, pero cuando se trata de vender la
marca España o de ejercer, con control, la actividad mercantil, los países que
tratan con nosotros, directa o indirectamente, tienden a desconfiar o a
solicitar la intermediación de los políticos de turno, para que se agilicen
las, siempre pesadas, trabas burocráticas, en la seguridad de que es la vía más
rápida para llegar a un punto concreto.
Estoy completamente seguro de que estas cosas no pasan solo en
España; lo que ocurre es, en primer lugar, que nos afecta más directamente
porque ocurren en el lugar donde vivimos; y, en segundo, porque parece que
aunque pasen esas cosas, al final no pasa nada. Decisiones judiciales, como la
rebaja en la fianza a la cúpula de Bankia, o la excarcelación prematura de algunos acusados y condenados por casos de
corrupción, crean una sensación de impunidad que cala muy negativamente en la
sociedad.
Cabe pensar, por tanto, que España es un país corrupto en sí
mismo. Que nuestros políticos son un fiel reflejo de la sociedad, pero a
diferencia de lo que ocurre con un ciudadano normal, los políticos, con sus
acciones corruptas, crean una imagen que daña a todo el país, y empeña las
relaciones comerciales externas. Es preocupante que la corrupción se sitúe como
el mayor problema que tienen los españoles, por delante del paro y el
terrorismo. Así lo afirman distintos estudios de opinión que, además, señalan
un aumento significativo de la corrupción en los últimos diez años, situándonos
en niveles de países tercermundistas.
Por otro lado está la inacción de los propios partidos políticos y
de la justicia, que a menudo, con su comportamiento, justifican la exasperación
que reina en la ciudadanía, dando a entender con sus decisiones que la segunda
está al servicio de los primeros, y que la justicia no es igual para todos. Los
recientes casos de corrupción, que suponen un suma y sigue en la reciente
historia de España, y la rebaja de las penas y fianzas con que se trata a los
responsables, establece un doble rasero a la hora de comparar unas acciones
delictivas con otras, que causan menor alarma social.
Por último, la prueba del nueve, que viene a corroborar la
afirmación de que en nuestro fuero interno reside un corrupto, más o menos
activo, es la complacencia con que a
veces nos tomamos estos graves delitos, justificándolos con frases manidas,
aplaudiéndolos, en algún caso, y volviendo a otorgar la misma confianza en las
urnas a los defraudadores. Quizá por aquello de "el que este libre de pecado,
que tire la primera piedra".
Ismael Álvarez de Toledo
periodista y escritor
http://www.ismaelalvarezdetoledo.com
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