Sábado 14 de diciembre de 2013
Hace
pocos días, a preguntas de la prensa, la presidenta Susana Díaz anunciaba con
fingida naturalidad que su gobierno cumpliría "razonablemente" el objetivo de
déficit previsto para el año en curso. Digo fingida naturalidad porque está
claro que el objetivo de déficit, con total seguridad, no se va a cumplir. Lo
curioso del caso es el artilugio lingüístico que utiliza la presidenta, para
presentar como normal algo que es una manifiesta ilegalidad.
Aunque a algunos no nos terminé de
gustar el empecinamiento en la estabilidad presupuestaria, está claro que el
PSOE y el PP pactaron la modificación de la Constitución para dar rango
constitucional al objetivo de déficit de todas las administraciones, incluida
la Junta de Andalucía. Pero como en este
país los mandatos constitucionales no son de obligado cumplimiento (para que
hablar del derecho al trabajo o a una vivienda digna), y los políticos
infractores de las normas no pagan electoralmente por sus incumplimientos, no
ya de sus promesas electorales, sino de los mandatos legales, algunos, como
Susana Díaz, cuando los pillan en un renuncio se ponen a silbar o se refugian
en una gramática de camuflaje.
Cómo si no resulta definir como
"razonable" el cumplimiento del objetivo de déficit. El objetivo se alcanza o
no se alcanza. Se puede uno quedar cerca del objetivo; incluso puede uno
cumplirlo con creces, pero lo que no se puede es catalogar un fracaso como un
razonable éxito. Hay categorías que no aceptan escalas, ninguna mujer está un
poco embarazada o casi embarazada.
Estos juegos malabares del lenguaje
son muy habituales en política. El político en el poder nunca hablará de descenso
de la economía, hablará de crecimiento negativo del producto interior bruto.
Zapatero, que negó una y mil veces la crisis, prefería hablar de una suave desaceleración
de la economía. La oposición hablará de aumento del paro y el gobierno nos dirá
que se ha frenado la creación de empleo, o como mucho que ha habido un
incremento del desempleo, nunca utilizará la palabra paro. Se trata, en un caso,
de resaltar lo negativo, y en otro, de mitigar con eufemismos las noticias desfavorables.
Los eufemismos son un arma
políticamente muy recurrente. No queda muy bien para un político de izquierdas
decir que apoyará a los empresarios, sobre todo cuando se ha estado toda la
vida culpándolos de explotadores; queda mejor decir que prestará su apoyo
decidido a los "emprendedores"; así cambia de criterio aunque aparentemente no
lo haga. Les pasa igual a los gobernantes del PP que recurren a los eufemismos
de los "ajustes" y las "reformas" para camuflar una política de recortes que
prometieron que no harían.
Lo más paradójico de todo esto es
cuando el político se metamorfosea a sí mismo. Partiendo de una realidad
molesta, el político, gracias al lenguaje, se trasmuta hacia una realidad más
cómoda. Esto es lo que está pretendiendo hacer Susana Díaz desde que el dedazo
de Griñán la declaró heredera a título de presidenta de la Junta de Andalucía. Gracias
al lenguaje, y con sólo proclamar en su investidura que será "implacable"
contra la corrupción, Susana intenta convertirse en otro personaje. Mediante una
estrategia retórica y mediática, sus asesores, van lavando su imagen y su pasado
como si Susana Díaz acabara de llegar desde su casa al palacio de San Telmo.
¿Cuántos caerán en la trampa? ¿Cuántos
se convencerán de que Susana, con su trayectoria y sus antecedentes, ha pasado de
ser tolerante con la corrupción a ser "implacable" contra ella? ¿Cuánto durará
el efecto de las buenas palabras y los estudiados titulares? Supongo que cuando
la presidenta descienda del mundo del marketing electoral al mundo de la gente
corriente. Cuando empiece de verdad a gobernar, porque a los políticos se les
elige para gobernar no para proclamar buenas intenciones. Susana Díaz, de
momento, sólo vende palabras y el problema del pueblo andaluz es que las
palabras se las lleva el viento.
Manuel
Visglerio Romero, secretario provincial del PA en Sevilla
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