Fernando Jáuregui | Miércoles 25 de diciembre de 2013
Alguien ha tenido la humorada
de contar las palabras del mensaje navideño del Rey este año: mil trescientas ochenta
y una. Yo me quedo con esa una, que selecciono de entre todas las demás y que
me parece que resume el espíritu de un discurso por varios conceptos
importante. Esa palabra es 'regeneración'. Es un término muy fuerte, jamás
usado por el jefe del Estado en sus treinta y siete mensajes anteriores, y que, por supuesto, va mucho más allá de su
estricta etimología zoológica: es el 'restablecimiento o mejora de algo que
degeneró'. Ya no estamos hablando de meras reformas cosméticas o parciales, no;
'regeneración' implica que hay una degeneración global en los usos y costumbres
políticos -porque de política, en la que se incluye la economía, hablaba Don Juan
Carlos--. Así que hay que aplicarse a ello.
Mucho más allá de la mera
constatación de que el Rey, convertido en el gran solitario de La Zarzuela, ha decidido
poner fin a cualquier especulación sobre su posible abdicación, mucho más allá
de la percepción de que solamente se refirió a su hijo y heredero en una
ocasión, y de pasada, me parece que el mensaje real debe analizarse en esta
clave regeneracionista. Porque el tono del Monarca no fue ni de compromiso, ni
de pasteleo, sino de asunción, creo, de la gravedad de una situación que, a
veces, nuestros representantes políticos quieren edulcorar, o de la que,
simplemente, no se dan cuenta cabal. Y de esa situación solo puede salirse con
soluciones nuevas, con 'ejemplaridad y transparencia', que el propio Rey reclamó
-era hora-- para sí, pero que extendió a los políticos, a los empresarios, al
conjunto de la sociedad civil. Leyendo algunos discursos tras el desastre de
1898 podríamos, aunque no es este el sitio ni, acaso, la ocasión, encontrar
algunos paralelismos, algunos tonos semejantes, aunque entonces, claro, más
desgarrados.
¿Qué hacer ahora? Cuando
desde la propia Jefatura del Estado, sin duda erosionada por el paso del
tiempo, de los tiempos y de errores de envergadura, se habla de la necesidad de
regeneración, hay que ponerse a pensar muy en serio en que hay que aplicarse ya
a la tarea del Cambio con mayúscula. Que es, por cierto, lo que una gran parte
de esa sociedad emergente -el Rey habló, por primera vez en su vida, de los 'emprendedores'
y 'autónomos'-reclama. Y lo que gran parte de los representantes de esa
sociedad pospone. Los cambios no son 'el Cambio', ni las ocurrencias con que
nos bombardean a veces sirven para otra cosa que para distraer, dividir y
cabrear, con perdón, a esa ciudadanía, o llámela usted sociedad civil, que anda
medio despistada, medio asumiendo que es una mayoría silenciosa cuyo rugido es
ella, esa misma ciudadanía, la primera en temer.
Por eso sé que este mensaje
real no se debe a la inspirada pluma de nadie en La Moncloa, ni en alguna de
esas covachuelas de ideas alquiladas desde las que de cuando en cuando se
pretende forzar la veleta de la opinión pública (y publicada). Creo que Don
Juan Carlos tiene asesores de talla -comenzando por el jefe de la Casa, Rafael
Spottorno- que ventean bien, y desde una cierta independencia y sentido del
Estado, por dónde pueden ir los tiros. De los más de treinta y cinco discursos
que he podido escucharle al Rey, de las iconografías diversas que han acompañado
a estos discursos -con familia, con retratos de fondo--, me quedo con esta
edición 2013, preludio de un 2014 en el que van a ocurrir, ya se ve, muchas
cosas, algunas, como esa pretendida consulta catalana, de cariz muy
preocupante. El jefe del Estado lleva muchos años de oficio -él mismo recordó
que ha dedicado su vida a España, por si alguien lo hubiese olvidado. O lo
discutiese-y no puede desconocer que el país está ante un reto formidable, mucho
mayor que el que supuso la opereta de aquel 23 de febrero de 1981, cuando él
tuvo tan destacado y plausible papel.
Personalmente, reconozco que
me defino monárquico, que no meramente juancarlista, aunque crítico con la
institución. Y pocas veces, en mis muchas decepciones con los claroscuros de la
Corona, me he sentido tan reafirmado en la necesidad de una potestad
moderadora, alejada de los intereses partidistas, de las rencillas
territoriales, como en esta noche del 24 de diciembre de 2013. Esa voz que
escuchamos, hablando con moderación pero sin más veladuras que las que la
prudencia y una cierta estética verbal aconsejaban, era, ahora, imprescindible:
simplemente, ni los políticos, ni los grandes capitanes de empresa -aunque a
ellos les toca otro papel, más en la sombra, que me parece que están empezando
a ejercer--, ni los representantes de otras instituciones, ni mucha gente de la
calle, habla así. Quizá porque hablar desde el sofá del dolor, convertido en
trono, implica valores y responsabilidades añadidos. Quizá también porque el
discurso del Rey lo hacemos todos, incluyendo aquellos a los que nos
corresponde, en uno u otro plano, comentarlo. Me parece que el Rey, ahora más
que nunca, asume la función que le toca, que es un punto más que la de mera
figura pasiva que le otorga esa Constitución a la que siempre elogia y que
ahora, por vez primera, parece haber dejado entrever la posibilidad de
reformar.
Déjeme, amable lector, ser
optimista estos días navideños y pensar que sí, que ahora que incluso la máxima
institución, la que menos interés podría tener en su puesta en práctica, lo pide, ha llegado la hora de la
regeneración.
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