Jesús Posada | Jueves 14 de noviembre de 2013
Es
propio del ser humano acostumbrarse fácilmente a las cosas y no valorar
aquellos bienes que se poseen de forma continuada. No se aprecia, por ejemplo,
el bienestar material mientras se disfruta de él, ni se pondera la importancia
de la salud hasta que deja de tenerse. Por ello, pensando en el 35 aniversario
de la Constitución Española de 1978, no puedo dejar de experimentar un cierto
sentimiento de melancolía. Porque, sin lugar a dudas, que nuestra Carta Magna
haya alcanzado una vigencia tan prolongada, y que los españoles hayamos sido
capaces de convivir en paz y en estabilidad durante tantos años, es un motivo
de satisfacción para todos los demócratas.
Pero el paso del tiempo encierra
también, como en tantos ámbitos de la vida, el riesgo de la rutina. Después de
varias décadas viviendo con normalidad un régimen democrático y de libertades,
podemos caer en la tentación de pensar que se encuentra irreversiblemente
garantizado, podemos olvidar los sacrificios que costó conseguirlo o, lo que
sería más grave, podemos cometer la ligereza de menospreciar los peligros para
la salud de nuestro sistema de convivencia.
Creo
que es muy oportuno, por ello, que cada año renovemos nuestro homenaje a la
Constitución, y expresemos en voz alta nuestro orgullo por haber sido capaces
de construir y preservar un modelo de convivencia como el que tenemos. De modo
especial, hemos de transmitir los sentimientos de lealtad y adhesión a la
Constitución a las generaciones más jóvenes.
Pensemos que en estos momentos en
torno a 19 millones de españoles son ya más jóvenes que la Constitución; en
otras palabras, el 40% de la población española ha nacido después del 6 de
diciembre de 1978, no conoció las dificultades de la Transición y ha vivido
siempre bajo el mismo sistema político. Escribió hace muchos años nuestro
ilustre jurista Eduardo García de Enterría, recogiendo las aportaciones de la
mejor doctrina constitucionalista norteamericana, que la Constitución ha de ser
un documento vivo, que cada generación hace suyo y reinterpreta en función de
sus necesidades y valores. Hemos de lograr, pues, que especialmente los
españoles que han nacido después de la Constitución la valoren, se identifiquen
con ella, y la sientan y hagan suya.
Basta,
para ello, con ponderar la positiva y extraordinaria trascendencia que ha
tenido la Constitución de 1978 para la Historia de España. Después de siglos de
enfrentamientos entre los españoles, la Constitución nos ha permitido vivir el
periodo de convivencia pacífica y estabilidad democrática más prolongada de
nuestra Historia reciente. Supo crear un espacio en el que cupimos todos los
españoles, cualquiera que fuese nuestra orientación religiosa o nuestra
preferencia política; un espacio sin marginaciones ni exclusiones de ningún
tipo.
La
Constitución ha hecho posible, asimismo, armonizar la unidad de España con la
protección de la identidad diferenciada y las más elevadas cotas de
autogobierno de las nacionalidades y regiones. Ha instituido uno de los
sistemas de protección de los derechos y libertades más sólidos del mundo, y ha
propiciado un notabilísimo avance hacia la meta de una plena igualdad de
oportunidades. Nuestra Carta Magna sentó, en fin, las bases del extraordinario
desarrollo social y económico que los españoles hemos vivido durante los
últimos treinta años.
Es
oportuno recordar, también, como señalaba al principio de estas líneas, que el
proceso constituyente no fue nada fácil. Fue preciso superar los recelos e
incomprensiones causados por décadas de división y discordia entre los
españoles, y vencer la resistencia a abandonar posiciones de poder de aquellos
que se veían investidos de una legitimidad supuestamente conferida por la
Historia. Fueron necesarios concesiones y sacrificios de unos y de otros para
lograr un marco de convivencia que fuese satisfactorio para todos. Por ello, el
camino hacia la democracia estuvo a punto de detenerse en no pocos momentos.
Finalmente logramos coronar la meta, pero el recuerdo de aquellas dificultades,
y una mirada a la Historia de España de los dos últimos siglos, ha de servirnos
para percibir que la democracia y la paz son bienes frágiles, que hemos de
tratar con delicadeza, evitando cuanto pueda ponerlos en peligro.
Pero
más importante todavía que recordar las dificultades del pasado o los logros
que hemos alcanzado hasta ahora es convencernos de que la Constitución sigue
encerrando enormes virtualidades y potencialidades para el futuro. En
definitiva, la Constitución consiste en esencia en un cuadro de valores colectivos.
Esos valores son, entre otros, la libertad, la igualdad de oportunidades, el
pleno respeto a todas las opciones ideológicas o religiosas, el autogobierno de
las nacionalidades y regiones.
La
Constitución ofrece un espacio a la participación de todos los españoles en la
vida social y cultural, y define un sistema político en el que todos los
ciudadanos, a través de nuestros representantes libremente elegidos, adoptamos
las decisiones sobre la ordenación de la sociedad. Valores que, en suma, configuran
un marco de consenso en el que todos podemos encontrarnos, en los que hemos de
seguir profundizando para hacerlos plenamente realidad y que han de continuar
siendo la base de nuestra convivencia colectiva y el eje de nuestro progreso
durante las décadas venideras.
Es,
pues, cuando menos imprudente poner en riesgo un modelo de convivencia tan
valioso y que tanto nos costó construir. Hemos de ser capaces de demostrar,
defender y transmitir que la diferencia, la legítima expresión de la propia
identidad, tiene cabida dentro de la propia Constitución. Y hemos de explorar
también todas las posibilidades de diálogo que permitan integrar en la
Constitución las sensibilidades y demandas de todas las Comunidades Autónomas.
La
Constitución se hizo desde el diálogo y constituye una permanente invitación al
diálogo. Un diálogo que permitiría, incluso, la reforma del propio marco
constitucional, siempre que estuviera respaldada por, al menos, el mismo
consenso que acompañó su aprobación. Lo que no tiene ningún sentido es
embarcarse en peligrosas aventuras rupturistas de resultados inciertos. Esas no
sabemos dónde nos llevarían, pero sí sabemos que los riesgos son enormemente
elevados.
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