Seiscientos veinte kilómetros es la distancia 'oficial' entre Madrid y
Barcelona, o viceversa. Cuatrocientos veinte, la distancia entre el
extremo norte de Cataluña, Portbou, y el punto más al sur de Tarragona,
lindando con Castellón, Alcanar. Cuatrocientas setenta mil personas son
precisas, según los cálculos, para hacer una 'cadena humana' entre esas
dos localidades citadas. Por la misma regla de tres, se necesitarían
seiscientas setenta mil para 'encadenar manos' entre la capital de
Cataluña y la capital de España. Dos cadenas, dos conceptos de la vida,
de España, quién sabe si del mundo.
Eso, claro está, si
mostrásemos la misma inflexibilidad a uno y otro lado de la raya
indivisible que muestran algunos en ese espacio de seiscientos veinte
kilómetros que separa lo que alguien quiere que sean dos planetas
diferentes. Porque tanto el espacio como el tiempo son relativos, y
resulta retrógrado considerarlos como algo absoluto. Fíjese usted que no
es la misma la distancia que separa la plaza de Sant Jaume de la Puerta
del Sol, y menos aún el tiempo que se tarda en superar esa distancia,
si la consideramos desde el AVE o desde el puente aéreo. O en automóvil.
O andando, que es como parece que algunos quisieran recorrer el
trayecto, para hacerlo más largo e insoportable.
Si le digo a usted
la verdad, a mí seiscientos veinte kilómetros me parece muy poco, y, en
cambio, los cuatrocientos treinta de Portbou a Alcanar pueden,
aferrándonos al peor Einstein, ser mucho: lo que define el camino
no es la distancia, sino los accidentes y los alicientes para el
caminante. No sé si se encontrará ese total de cuatrocientos setenta mil
entusiastas que formen la 'cadena por la independencia' que predica la
Asamblea Nacional de Catalunya en esta jornada de Diada; estoy seguro de
que, entre Cataluña y el resto de España, sí encontraríamos a esos
seiscientos setenta mil que uniesen, mano con mano, las Ramblas con,
pongamos, la madrileñísima calle de Alcalá. Yo, desde luego, me presto
desde ya a ser uno de esos que escenifiquen un acto de unidad con esa
Cataluña que ahora, mal gestionada por sus responsables políticos (que
no digo yo que el resto de España no lo esté también), disfruta más con
lo que separa que con lo que une, más con el disenso que con el acuerdo.
Albergo
aún, a pocas horas de que comience el espectáculo de 'vivan las
caenas', la esperanza de que el diálogo siga siendo posible, de que no
se utilice como arma arrojadiza contra cada uno de los figurantes del
espectáculo de títeres, y espero que nadie, en estas horas enfurruñadas,
se me enfade por decir lo que estoy diciendo: todos somos, supongo,
algo títeres en manos de alguien que, negociando sobre nuestras cabezas
de monigotes, mueve nuestros hilos, perdón, nuestras cadenas, sin que lo
sepamos o sin que seamos demasiado conscientes de ello. Cosa que tal
vez merecería una ligera meditación por parte de quienes, desde la masa,
creen poder decidir los destinos de sus mundos, unos destinos que ni
siquiera son los que ellos se trazaron.
fjauregui@diariocritico.com
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