Fernando Jáuregui | Lunes 12 de noviembre de 2012
Menuda semanita la que le viene a Mariano Rajoy. O, mejor, la que nos
viene a todos nosotros, que compartimos destino con quien me parece que
es el hombre menos envidiado en este país nuestro, habitualmente tan
envidioso, al menos según afirman los tópicos. No; yo, al menos, no le
puedo envidiar a Rajoy el que tenga que afrontar, casi en solitario, una
huelga general que sospecho que va a servir para poco aquí hacen falta,
ay, suicidios para poner a todos de acuerdo en que hay que terminar con
la iniquidad--. Ni le puedo envidiar que haya de enfrentarse, en este
caso junto al Rey, a una 'cumbre' iberoamericana, la de Cádiz, que se va
a ver desertada por algunos jefes de Estado latinoamericanos
relevantes, entre ellos, parece, una Cristina Fernández de Kirchner que
tantas veces bate el récord de su propia impresentabilidad. Ni, desde
luego, me parece en absoluto envidiable que haya de dirigirse, tras la
'cumbre' gaditana, a mitinear en el último fin de semana de la campaña
catalana, que abre la recta finalísima a unas elecciones de las que
tantas cosas, tantas haciendas y hasta puede que tantas existencias,
dependen.
"Así está Rajoy, que adelgaza más cada día", según me comentaba una
compañera encargada de seguir profesionalmente las andanzas del
presidente del Gobierno. Debo confirmar que yo también, aunque no
participe en seguimientos tan puntuales, he observado que la ordalía por
la que está pasando deja huellas en el aparentemente impertérrito,
lejano, flemático, Mariano Rajoy. Pero esa lástima que sin duda suscitan
los sapos que cada día ha de tragar no contribuye a mejorar las pésimas
cifras, solo empeoradas por el líder de la oposición, que el jefe del
Ejecutivo cosecha en los sondeos en lo tocante a aceptación ciudadana de
sus políticas.
A veces Rajoy da la impresión de ser uno de esos capitanes de
bergantines azotados por la tormenta que se ataban al palo mayor para no
ceder a la tentación de abandonar sus obligaciones en la cubierta
azotada por los vientos y las olas. Pero, claro, esas ataduras pasivas,
si no iban acompañadas de una labor eficaz de la tripulación y de las
órdenes pertinentes del propio capitán, no evitaban la zozobra del
buque. Y aquí, en ocasiones, da la impresión de que cada uno de los
oficiales va a su propio ritmo, para no hablar ya de la simple marinería
ni de los grumetes, que declaran la huelga mientras el capitán se queda
ensimismado contemplando el batir de los mares y escuchando los
alarmantes ruidos de las junturas del navío. Pienso que el capitán, por
mucho que se empeñe en aparentar que la normalidad reina en el futuro
del buque, ha de dialogar con sus oficiales, con los marineros que se
cruzan de brazos en señal de protesta porque los cielos se muestran
inclementes y hasta con aquellos que se preparan para lanzarse a los
botes salvavidas abandonando el barco, separándose cuanto antes de él y
de su hipotética zozobra. Habrá, hay, quien aconseje al capitán que
impida por la fuerza los motines, pero eso es algo que, lo hemos visto
en tantas películas, siempre acaba mal y en consejos de guerra.
Y así, entre los rayos y las centellas, con parte de la tripulación en
desbandada, otra levantisca y otra en busca de improbables mejores
refugios, con la posibilidad de encontrar apoyo en buques extranjeros
cada vez más remota -la capitana de uno de esos buques se nos ha hecho
pirata--, anda el capitán Rajoy, a quien solamente parece consolar la
esperanza de que la tormenta cese...dentro de año y pico. Largo me lo
fiáis, voto a bríos, podríamos decir quienes, en el puerto barrido por
las lluvias y el frío, aguardamos, aún con cierta esperanza, que el
buque, con provisiones para la ciudadanía, arribe con bien. ¿Se desatará
el capitán del palo mayor, mandará desplegar velas, digan lo que digan
los manuales sobre tormentas, y dará las órdenes oportunas para que todo
acabe de la mejor manera? Imposible, ya digo, envidiar a ese hombre, al
menos en estos momentos de angustia.
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