Fernando Jáuregui | Domingo 18 de diciembre de 2011
Los que dicen haber hablado a fondo estos últimos días con Mariano
Rajoy, que tengo la impresión de que son muchos menos de los que
presumen de haberlo hecho, aseguran que el inminente presidente del
Gobierno "es muy consciente de lo que se le viene encima". Hay como un
fatalismo de desempleo y recesión en el ambiente y se traslada al
político galaico la voluntad de aceptar ese 'fatum' que implicará
recortes en nuestro estado de bienestar, en nuestros ingresos y en
nuestras expectativas de una vida mejor. De manera que todos esperamos,
con el paraguas abierto y el gesto sereno, el chaparrón que puede
suponer la declaración de intenciones del discurso de investidura de
este lunes.
Pocas veces en mi vida de mirón profesional he visto
un país más resignado ante lo que pueda venirle en un año, este 2012,
del que todos esperamos las peores cosas. En muy escasas ocasiones, en
mi trayectoria de comentarista, he constatado tal pesimismo emanado de
las tripas de las encuestas. Creo que los españoles hemos perdido una
buena parte de nuestra capacidad de análisis crítico ante la avalancha
de informaciones que, literalmente, van cambiando nuestra vida día a
día: 2011 fue el año de las grandes -y penosas-mudanzas, pero también de
las nuevas esperanzas surgidas del derrumbe de un orden viejo. Desde el
norte de Africa hasta Bruselas, todo se ha tambaleado y era lógico que
muchas estructuras de la nación que está en medio de ambos parámetros
geográficos también temblasen: es que algo nuevo está naciendo, aunque
aún no sabemos muy bien lo que el parto, doloroso como todos los partos,
dará de sí.
Aunque no con Rajoy, sí he hablado estos días con
algunos de los que, con fundamento o sin él -nadie sabe nada, dicen los
que podrían saber--, suenan como 'ministrables' de Rajoy; y he
constatado la misma impasibilidad ante lo que se juzga inevitable. Toman
el timón del Estado en sus manos sabiendo que la galerna ya ha
comenzado. Pero sí debo añadir que muchos de ellos creen que, tras la
tempestad, ha de venir la calma. Quién sabe, eso sí, con cuántos
ahogados por el camino. Pero si la prudencia es la receta, la audacia
también conviene en estos momentos, y esa mezcla, sabia, es la que me
gustaría escuchar en boca de Mariano Rajoy a mediodía de este lunes,
cuando --¡al fin!-nos cuente qué diablos piensa hacer con este país y
con los que lo habitamos.
Así que, en esta hora, no cabe sino la
expectativa, y armarse de confianza -qué remedio-en quienes van a
dirigir nuestros destinos. Hemos entregado una muy considerable dosis de
poder a Mariano Rajoy, el hombre a quien muchos han querido influir en
estas últimas jornadas, tratando de imponerle tal ministro o de
disuadirle de que pueda nombrar a tal otro; creo que una de las virtudes
de Rajoy es su independencia, y sospecho que algo de eso comprobaremos
cuando lance su discurso programático. Este lunes puede ser, será, un
día histórico. Uno más en este final de una era.
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