Federico Vázquez | Lunes 18 de mayo de 2015
La presidenta de Chile, Michelle Bachelet, realizó un cambio
de gabinete profundo, donde entre otros, cambió al ministro de Hacienda y al de
Interior. Por debajo de estos cambios y de algunas denuncias de corrupción, lo
que está en debate en Chile son las reformas tributaria, educativa, laboral y
constitucional. ¿Avance o retroceso?
Se dice que hay una forma sencilla y casi sin posibilidad de
error a la hora de entender a quien sirven determinados cambios: ver qué grupos
apoyan y qué grupos critican, quienes se envalentonan con los nuevos aires y
quienes aparecen cabizbajos y taciturnos.
Si esto es así, en los últimos días, en Chile han ganado los
sectores conservadores y empresariales y han mordido el polvo quienes de forma
más decidida pretendían que este nuevo gobierno de Michelle Bachelet tuviera
una impronta transformadora como no lo habían logrado las anteriores
administraciones de centroizquierda.
El lunes 12 la
Presidenta anunció los esperados cambios de gabinete que ya había adelantado en
una entrevista por televisión el jueves anterior.
Como se especulaba, los cambios apuntaron al corazón del
gabinete: Bachelet reemplazó a todos sus ministros "políticos"; como el de
Interior, el de Hacienda, la Secretaría de la Presidencia y de Gobierno
(vocero). Además del ministerio de Trabajo, Desarrollo Social y Cultura, entre
otros. En total, nueve cambios. Algunos de ellos enroques, y en otros casos
nuevas figuras que se incorporan al gobierno. En las sumas y restas, ganó
espacio la Democracia Cristiana y perdió lugar el Partido Socialista. Como dato
que hace de contra balance en el viraje centrista, el Partido Comunista pasó de
uno a dos ministerios.
Las palabras de los principales dirigentes de la oposición
de derecha, así como los editoriales de El Mercurio y las declaraciones de las
cámaras empresarias no dejan lugar a dudas: todos ellos festejan el retorno del
"diálogo y consenso", en un gobierno que es visto como demasiado
"confrontativo".
La crisis política terminó desatándose por algunos casos de
corrupción entre los que se encontraba el hijo de la Presidenta (conocido como
el "nueragate", porque involucra a la mujer de éste), así como otros vinculados
al financiamiento de los partidos a través de dibujos financieros realizados
por empresas privadas.
Sin embargo, por estas horas, en Chile no se habla tanto de
corrupción y políticas de transparencia como de las grandes reformas que viene
impulsado Bachelet desde que asumió el 11 de marzo de 2014, hace apenas trece
meses.
Fueron estas reformas, antes que cualquier otra cosa, lo que
condujo a un estado de debate político e ideológico en la sociedad chilena
desconocido en los últimos años. Muchos sectores poderosos comenzaron a sentir
que tenían mucho para perder y poco para ganar con discusiones que dejaban a la
intemperie una situación de privilegio evidente de la elite económica.
Existe una coincidencia en que los dos cambios más
importantes (el del ministro de Interior y el de Hacienda) estuvieron
vinculados con la furia que desató la reforma tributaria, impulsada a comienzos
del año pasado y aprobada en septiembre.
En un contexto de crecimiento modesto -como es común a todas
las economías de la región-, el gobierno de Bachelet buscó modificar algunos de
los aspectos más regresivos del sistema tributario para, entre otras cosas,
poder financiar la ansiada reforma educativa que desde 2011 vienen pidiendo los
estudiantes en las calles.
Concretamente, la nueva ley de tributación estipula un
aumento gradual de los impuestos a las empresas, para pasar del 20 al 25% de
los ingresos. Al mismo tiempo, elimina un exótico beneficio tributario que
tenían hasta ahora los empresarios chilenos: pagar impuestos sólo sobre las
utilidades que retiran, no sobre las ganancias que da el negocio.
Bachelet también había logrado avanzar, aunque tibiamente,
con cambios en la educación. En enero de este año, el Congreso aprobó la Ley de
Inclusión Educativa, que entre otras cosas impide el cobro de matrículas en
colegios públicos o con subvención estatal, así como la prohibición de que los
colegios rechacen alumnos por su condición social, religiosa o de nivel
educativo. También termina con la posibilidad de que los dueños de centros
educativos privados retiren ganancias como si se tratara de una empresa
cualquiera. De existir un excedente, deberán reinvertirlo en la misma escuela.
Si todo esto había caldeado los ánimos, la reforma laboral
reavivó los fantasmas de un retorno del "allendismo" según el fantasma que más
gustan agitar los sectores poderosos en el país trasandino. El proyecto de
reforma laboral plantea que los empresarios no pueden contratar personal para
los días de huelga, como reemplazos desechables de los trabajadores que por
alguna razón deciden ir al paro. También establece que el empresario tiene
obligación de negociar con el sindicato allí donde este exista y no con el
grupo de trabajadores que él considere conveniente.
Como queda en evidencia, estas cuestiones hablan del atraso
histórico de los derechos laborales en Chile antes que de una radicalidad de
izquierda del gobierno de Bachelet. No importa. Ante esta reforma, los
empresarios (apoyados por los principales medios de comunicación) salieron con
los tapones de punta en contra de la reforma, bajo el argumento de que su
aprobación iba a terminar con la inversión privada y el crecimiento económico.
El mismo argumento ya se había usado para oponerse a la reforma tributaria.
FInalmente, hacía dos semanas, la propia Presidenta había
anunciado que, para el mes de septiembre comenzaría a discutirse una reforma
constitucional, sin todavía definirse si se trataría de un cambio realizado por
el Congreso o mediante una convocatoria a una Asamblea Constituyente.
Esta película de los cambios que viene intentando construir
este segundo mandato de Bachelet explican mejor el nivel inédito de conflicto
que vive la sociedad chilena, así como el desenlace crítico que tuvo su plantel
ministerial.
La pregunta es si el cambio ministerial, que ya fue leído
por propios y extraños como un guiño a los empresarios y a la oposición, va a
ser usado por Bachelet como una bocanada de aire nuevo para seguir impulsado el
mismo programa de reformas o se trata de un primer paso hacia atrás, en un
camino de retrocesos que terminará por cerrar el ciclo de cambios legislativos.
Desde la Argentina, donde los presidentes fueron siempre
piezas centrales a la hora de definir el rumbo político del país y la impronta
de la gestión del Estado, la coyuntura chilena alumbra los posibles dilemas
posteriores a diciembre de 2015 que tendrá nuestro país.
El peso de una coalición de gobierno, de un compromiso
programático con la ciudadanía e incluso un camino de reformas concretas (así
sean moderadas) deben después revalidarse en la firmeza de quien conduce el
gobierno. De lo contrario, las presiones e intereses que siempre existen
terminarán por doblegar ese espíritu transformador.
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