Rodolfo Terragno | Lunes 11 de mayo de 2015
El funcionario que reciba "coimas" sufrirá hasta
10 años de cárcel, y el empresario que la
pague, 6.
Si el que "coimea" es un juez, le pueden tocar hasta 12 años.
El funcionario que nombre "ñoquis", también puede
pasar 10 años entre rejas.
¿Dónde es esto? En la
Argentina. Al menos, en teoría. Esas son las penas que prevé desde hace mucho
nuestro Código Penal.
Mucha gente cree que la ley tolera la corrupción o que las
penas son muy bajas. Ni una cosa ni la otra. La ley es muy dura; la que es
blanda (o inexistente) es la aplicación.
El Código Penal no es el único instrumento que permite
atacar la corrupción. La Ley 25.188, de Ética Pública establece "deberes,
prohibiciones e incompatibilidades" aplicables a los funcionarios
públicos.
La Argentina, por lo demás, es parte de dos convenciones
internacionales --la Interamericana y la de las Naciones Unidas?que prescriben
medidas contra la corrupción que van más allá de nuestra ley penal. Entre otras cosas, ellas inducen a:
1. 1- Crear un
órgano de control de los actos de gobierno en el que participen las ONG y otras
organizaciones de la sociedad civil.
2. 2 -Asegurar
que la opinión pública tenga fácil acceso a las información de cualquier
decisión oficial relevante.
3. 3- Sancionar
la mera tentativa de cometer un acto de corrupción.
4. 4- Obligar al
corrupto a devolver lo que ?robó? o resarcir.
5. 5- Suspender a
todo funcionario que sea procesado sin esperar a la sentencia.
6. 6- No permitir
que el secreto bancario frene las investigaciones por presunta corrupción.
7. 7- Aceptar
todo tipo de prueba, aun las cámaras ocultas y otros recursos tecnológicos.
La aplicación de la ley debe ser implacable. En la Argentina
nos hemos acostumbrado a que haya "ñoquis", y hasta nos parece
exagerado que alguien vaya a la cárcel por nombrar a alguno que cobra y no
trabaja. En Francia, el ex Presidente Jacques Chirac fue condenado en 2011 a
dos años de prisión en suspenso porque siendo alcalde de París había nombrado
19 "ñoquis", que cobraban de la Nación pero trabajaban para su
partido, el RPR.
Eso es lo
que falta. Voluntad de aplicar la ley.
No es
cierto que la corrupción sea imposible de probar. El que "mete la mano en la lata"
deja huellas.
Esto
podría ser una mera opinión y, por lo tanto, creo necesario dar un testimonio
que la justifica. Hoy, que no ejerzo función pública alguna y no soy candidato,
puedo hacerlo sin que eso implique un
aprovechamiento político.
Mi
experiencia en el Ejecutivo se limita, en total, a 30 meses: 20 en el gobierno
de Raúl Alfonsín, 10 en el de Fernando de la Rúa. En los dos casos pude comprobar que, como
asegura el proverbio, "donde hay voluntad, hay un camino".
Mientras
fui ministro de Obras Públicas, pude enviar a la cárcel a dos altos ejecutivos
de YPF, remover y denunciar a todo el directorio de la naviera estatal ELMA,
echar a un director de Petroquímica Bahía Blanca y remover a un Secretario de
Estado por no haber actuado con energía en un caso de corrupción.
En esa lucha contra la inmoralidad
fueron decisivos el Jefe de la Policía Federal, Juan Ángel Pirker, y el Fiscal
Luis Moreno Ocampo. Cooperaron con
fundadas denuncias el diputado Víctor Osvaldo Bisicioti, y con eficaces medidas
dos prominentes miembros de mi equipo: el presidente del Directorio de Empresas
Públicas, Horacio Losoviz y el viceministro Alfredo Garófano.
Pero si
pudimos hacer todo eso fue porque el Presidente Alfonsín nos respaldó, en todos
los casos, incondicionalmente .
Como Jefe
de Gabinete debí actuar en casos de corrupción, no sólo de funcionarios del
organismo que fiscalizaba a las cooperativas, sino de otros que dependían
directamente de mí. Otra vez fue fundamental Bisciotti, y de gran ejecutividad
el jefe del departamento jurídico, Ricardo Entelman, quien llevó a los
implicados a la justicia. Uno de ellos murió antes de que lo sentenciaran.
Algunos
casos -como el de sobornos millonarios para vender anclas a la flota de
YPF-pudieron esclarecerse por darle
importancia a hechos que no parecían dignos de atención. Uno tuvo derivó de una denuncia anónima que
me llegó en un papelito manuscrito. Otro fue consecuencia de una investigación
sobre la noticia aparecida, en un diario
de Alemania, que comentaba el precio irrisorio que la Argentina había pagado
por un buque mercante. Y uno más se debió a
la denuncia de un empresario defraudado por funcionarios a quienes
sobornó, al que le exigimos hacer la denuncia, aunque con eso se acusara a sí
mismo, porque de lo contrario la haríamos nosotros.
El
principal problema, en el intento de erradicar la corrupción, es político; pero
no solamente por lo que sospecha la gente.
Hay, por
supuesto, funcionarios que participan o encubren esos delitos contra la
administración pública, que en definitiva son delitos contra la ciudadanía.
Pero también hay un aprovechamiento indebido en el que incurren los que se
presentan como Superhéroes de la lucha contra la corrupción, sugiriendo (a veces
diciendo) que todos sus adversarios
están en el bando de los pecadores.
Más
reprochable aun es el caso de quien, para desacreditar al oponente, lo hace
objeto de una falsa denuncia. La ley
castiga apenas con una mera multa de
3.000 a 30.000 pesos a quien denuncie en falso, y dice que "en ningún caso
configurarán delito de calumnia las expresiones referidas a asuntos de interés
público". Esto pone en manos de
políticos sin ética un arma mortífera, dado que somete al acusado a una condena
social ilevantable: la gente toma como cierta toda imputación, porque la
mayoría cree que "todos los políticos son corruptos" y, por lo tanto,
interpreta que el imputado es sólo uno al que "pescaron", o un
"chivo expiatorio".
La
generalización ayuda a los inmorales. Si se piensa que "todos" lo
son, entonces no se castiga con el voto a quien sí lo es, ni se premia al
honesto.
La lucha
contra la corrupción exige funcionarios dignos, con coraje y poder suficiente
cumplir la ley, que es muy dura si se la aplica con rigor. Exige, también, que
ningún político use la promesa de combatir la corrupción como un arma contra
sus contendientes sino que comprenda la necesidad de llegar, en este punto, a
un consenso.
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