Federico Vázquez | Miércoles 18 de marzo de 2015
Después de dos vueltas electorales, el 1 de enero de 2015
Dilma asumió su segundo mandato. Cinco semanas después, más de un millón de
brasileños se lanzaron a las calles para pedir el fin del gobierno, por los
medios que sea. ¿Existe un "hartazgo electoral" de los sectores medios y altos,
después de una década de frustraciones políticas? ¿En ese marco, quien cumplirá
el rol de defender las instituciones?
La primera reacción de Dilma Rousseff ante la ola de
protestas tuvo el acierto de lo evidente: en Brasil no hay tercera vuelta,
dijo, los resultados de las votaciones del 5 y el 26 de octubre (primera y
segunda vuelta) hay que respetarlos.
El domingo pasado, cientos de miles de personas, más de un
millón en el caso de San Pablo, salieron a las calles en las principales
ciudades de Brasil para pedir, de forma explícita, el fin del gobierno de Dilma
y el PT. Si bien la convocatoria desde los medios de comunicación guardó las
formas al ubicar el tema de la corrupción en el centro de la queja ciudadana,
lo cierto es que no resultaba difícil ver los carteles y consignas donde
abiertamente se pedían cosas como "Intervención militar ya", "Que vuelvan los
militares", "Juicio político", "Abajo la dictadura del PT", "Socialismo no es
democracia", "Nuestra bandera jamás será roja", entre otros.
Como ya se pudo ver en la Argentina con los últimos
cacerolazos y la marcha del 18F, los medios se convirtieron en convocantes
activos, invitando a la gente en forma abierta -particularmente desde la cadena
O Globo- a sumarse a la manifestación dominguera.
La cuestión, más allá de estas características, es que se
juntó mucha gente. Esa masividad, en un país que no tiene una gran tradición en
movilizaciones callejeras, sacude el tablero político, obliga al gobierno a dar
pasos de reacomodamiento, instala nuevos imaginarios. Sin ir más lejos, por
estos días en Brasil ya no es un delirio hablar de impeachment (juicio
político) contra Dilma, algo que no cuadraba en ningún análisis previo a las
manifestaciones.
En las movilizaciones (salvo algunos festejos deportivos, o
algunos eventos históricos como la recuperación democrática) nunca participa
una representación general de la sociedad. En las movilizaciones suele pasar lo
que pasa en otros ámbitos de la vida social y política: cortes por pertenencia
social, económica, ideológica, geográfica.
Quienes participaron de las manifestaciones, y en un país
desigual y con una historia profunda de racismo eso es aún más fácil de ver,
son los sectores medios y altos de los núcleos urbanos donde el PT y Dilma
tuvieron las mayores dificultades electorales, y donde el candidato opositor, Aécio Neves alcanzó niveles de
votación muy elevados. La performance de Dilma en San Pablo fue un gran
retroceso para un estado que si bien tiene una tradición de votar al PMDB,
también es donde surgió el sindicalismo lulista. Por el contrario, el PT
consolidó aún más sus votos nordestinos, donde se encuentra la masa de
excluidos que fueron el sujeto privilegiado de las políticas del gobierno desde
2003 hasta la fecha.
La encuestadora Datafolha confirma esta idea: el domingo
pasado, en medio de la manifestación en San Pablo, realizó una muestra sobre el
perfil de los manifestantes. Un abrumador 82% había votado por Aecio Neves.
Casi un tercio nombró al impeachment contra Dilma como motivo central de su
presencia en la marcha.
El perfil opositor es tan notorio que incluso supera el
perfil oficialista que sin lugar a dudas había tenido una concentración
convocada por la Central Única de Trabajadores el viernes anterior. Allí,
quienes habían votado a Dilma eran el 71%.
Un rasgo interesante de la encuesta, y que dice mucho de la
dinámica de movilización que aún conserva Brasil, es que en una y otra, el
perfil social sigue segmentado. En la marcha sindical el 68% era universitario,
en la opositora, un 76%. Para decirlo más fácil, los pobres no se movilización,
no están, al menos todavía, presentes en esta disputa callejera.
Volvamos al punto inicial. Después de 12 años de gobierno
del PT, y cuando recién comienza un cuarto mandato hasta el lejano 2019, la
masa opositora encuentra en las calles lo que no pudo conseguir en las urnas.
No se trata de una excentricidad brasileña, recordemos que en Argentina los
cacerolazos de 2012 tuvieron el mismo tono de condena global al gobierno, sin
que aparezca una representación política clara. En Venezuela, donde todo es más
hard core, el 14 de abril de 2013, al
día siguiente en que Nicolás Maduro ganó por un escaso margen frente a Herique
Capriles, las cacerolas se escucharon fuerte en Caracas, y posteriormente una
serie de ataques a locales partidarios oficialistas terminaron con siete
muertos.
Con más de una década de derrotas electorales consecutivas,
pero aún conservando lo fundamental del poder económico y mediático, las
elites, acompañadas por una parte de las clases medias y medias altas, tuvieron
que recurrir a la calle y la movilización. Un "hartazgo electoral" recorre
Sudamérica. La pregunta es quién -y cómo- deberá defender el orden
institucional, surgido de la herramienta más sencilla y clara de participación
política: el voto.
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