Ernesto Sanz | Martes 03 de febrero de 2015
Durante mi infancia sobrevivían algunos maestros malos y
demasiado severos que podían llegar a romper el examen insatisfactorio de un
alumno terrible ante los ojos de todos. Era un gesto de autoridad sobrepasado
que humillaba al alumno y amedrentaba al resto de la clase, Con los años, ese
tipo de lecciones se fueron condenando y dejando de usar. Es que todo el tiempo
como sociedad estamos tratando de entrar en la decencia de la amabilidad.
Ayer, de manera premeditada, el jefe de Gabinete llevó a su
conferencia de prensa matinal en Casa de Gobierno el ejemplar de un diario
Clarín del día anterior y lo rompió violentamente parado frente al micrófono
mientras las cámaras de la televisión pública lo registraban para todo el país
y, con el paso de las horas, para todo el mundo. Adujo que las noticias de ese
diario eran falsas. Entonces hizo el gesto que tenía preparado: romper en
tiritas las hojas del diario. Un funcionario de gobierno destrozando un diario
nacional e histórico ante cámara.
Quiero suponer que al día de hoy el señor Capitanich está
arrepentido, sino por razones éticas, por razones prácticas. No fue ocurrente
(ya lo había hecho Rafael Correa en Ecuador), y no fue divertido porque es un
señor al que el don de la gracia no lo bendijo.
Pero, sobre todo, no fue correcto. Romper es deshacer. Un
diario representa la fuerza de la información que siempre debe estar para
interpelar al poder y para contar la verdad de lo que sucede. Todo gobierno
democrático debe defender la libertad de prensa y eso implica respeto, el
respeto que nos inhibe de hacer papelones y que edifica. El respeto y los
modales son una buena y simple forma de pacificar una sociedad convulsionada si
no se tienen otras iniciativas superadoras.
Fue una provocación que duele pero no por el diario, que
puede defenderse solo, y tiene las espaldas que trayectorias de periodistas y
trabajadores ensancharon como para poder recibir embates y críticas. Duele por
ver a nuestros funcionarios tan al borde, tan reactivamente violentos y melodramáticos,
que siguen la escuela kirchnerista de la crispación como recurso comunicacional
para ver si, soplando el globo del odio, se logran enganches pasionales y
fanáticos que les festejen y les alcen, todavía, sus banderas.
Todo el kirchnerismo fue una sumatoria de acciones
teatrales, de golpes de efecto, de escenografía, utilería, vestuario, coro,
reparto y figuras principales. Todo el kirchnerismo fue un montaje.
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