Jesús Rodríguez | Domingo 30 de noviembre de 2014
En doce meses los argentinos tendremos otro gobierno luego
de una experiencia de doce años que, además de ser la más extensa desde los
años treinta del siglo pasado, se distingue por la impotencia para ofrecer una
alternativa competitiva y sentida como propia por sus líderes y seguidores.
De aquí a un año la actividad económica continuará en
retroceso; mantendremos la posición en el podio mundial de los índices de
inflación y desocupación combinados; la extravagante política energética
seguirá condicionando el sector externo y las cuentas públicas; se acentuará la
destrucción de empleo y la representación de los trabajadores seguirá dividida.
Así, la próxima administración enfrentará un duro y exigente
escenario social dado que ya hoy, uno de cada cuatro argentinos y dos de cada
diez hogares están en situación de pobreza.
Además, es necesario prever que, en su ocaso, la actual
administración profundizará su estrategia de desnaturalizar el funcionamiento
del sistema republicano.
Al mismo tiempo se debe reconocer que el mundo no sólo
ofrece un panorama menos estimulante que en el pasado reciente, sino que
seguirá mirando con desconfianza a la Argentina.
Como se ve, el número y la densidad de los problemas a
enfrentar no nos habilitan a pensar que el cambio de expectativas generado por
el relevo de los ocupantes de la Casa Rosada será suficiente para superar las
exigencias.
En otras palabras, es necesario asumir que, además de un
cambio en la tripulación, debemos re orientar el rumbo de los asuntos públicos,
adecentar las conductas de los gobernantes, atender las amenazas de la
criminalidad organizada y actualizar los estilos de gobierno. La hipótesis
política más probable es que el próximo turno electoral traerá la novedad del
balotaje, o doble vuelta, para elegir Presidente y, por otro lado, todo indica
que ninguna fuerza política contará con mayorías propias en el Congreso por lo
que están descartadas, enhorabuena, las opciones de gobernantes plebiscitados y
los liderazgos providenciales.
Así, más por necesidad que por virtud, el sistema político
deberá demostrar que está en condiciones de ofrecer la capacidad de enhebrar
los acuerdos de gobierno, amplios y duraderos, que afronten el desafío de
orientar reformas perdurables y consistentes para: 1) afirmar la reconstrucción
institucional y el fortalecimiento del Estado, dejando atrás la práctica de
confundir Partido y Gobierno; 2) promover la cohesión social que diluya el
riesgo que la desigualdad social significa para la convivencia democrática y
pacífica; 3) mejorar la competitividad económica desde una perspectiva
sistémica; 4) conducir al re prestigio internacional de la Argentina.
Es posible, aunque nada deseable, que en una elección se
confunda la política con la farándula pero, en una sociedad democrática
-compleja y diversa- los actores de los acuerdos de gobierno son los partidos
políticos, sobre todo aquellos que tienen presencia y representación en toda la
geografía del país porque, sencillamente, son los que tienen la aptitud para
procesar las distintas visiones y expectativas de los diferentes actores
sociales y las identidades e intereses múltiples y cambiantes de los
ciudadanos.
Este camino, alejado -por un lado- del atajo populista que
desprecia los partidos y desestima los mecanismos de representación democrática
y, por otro, de los liderazgos personales que conciben la acción política como
la concesión de franquicias políticas territoriales, es el que ha permitido a
nuestros vecinos de Brasil, Uruguay y Chile afrontar exitosamente los desafíos
de la modernización e integración de sus sociedades, a pesar de las acechanzas
de la globalización.
Al argumento, previsible y conocido, que dice que nuestros
hábitos y costumbres políticas nos impiden avanzar en esa dirección puedo
responder que el pasado reciente enseña que -si queremos que además de un fin
de ciclo seamos capaces de provocar un cambio de época- la buena política puede
cambiar la cultura, como lo demostró la democracia inaugural del ochenta y
tres, al terminar con la historia de cincuenta años de golpes de estado y
alteraciones institucionales.
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