Federico Vázquez | Viernes 21 de noviembre de 2014
El último video donde Estado Islámico filma una decapitación
masiva de soldados sirios y un rehén norteamericano, termina de modelar a un
enemigo perfecto para Occidente: salvaje, inhumano, anclado en creencias y
prácticas pre modernas. Un enemigo que produce daño humano, pero no político.
Como lo indica su nombre, Estado Islámico refleja la destrucción de los estados
nacionales árabes, iniciada con la Guerra del Golfo en 1991.
En un video que circuló en los últimos días por la web,
Estado Islámico (EI) da un paso más y escenifica el asesinato en masa de 18
soldados sirios con planos varios, slow motion y sensibles miradas a cámara de
las propias víctimas. Un desierto limpio, arenas prolijas, y una ordenada fila
de combatientes que, de uno en uno, van pasando en busca de su cuchillo que,
minutos después, atraviesan la garganta de los capturados. En el último plano,
la sangre corre como un arroyo en los surcos de arena. Horror puro y duro en
HD.
Es imposible saber cuánto de verdad hay o no en estas
escenas. Supongamos, para salir de la especulación conspirativa, que es real.
Tan real y evidente como que todas las escenas de decapitaciones remiten a la
cultura de la violencia cinematográfica hollywoodense: los trajes naranjas para
los "detenidos", el uso de la cámara lenta para dar mayor dramatismo, la pureza
y orden de un set que no tiene nada de "escenario natural en exteriores".
Ahora bien, no se trata de pensar que todo es un montaje
guionado por Norteamérica. Más bien lo contrario: puede ser el indicio visual y
simbólico de que el enemigo árabe que Estados Unidos viene construyendo desde
el fin de la Guerra Fría por fin adoptó la estética barbárica y terrorista que
su contrincante espera que tenga.
No siempre se trata de construir el mundo a imagen y
semejanza: a veces quien detenta el poder elige (o debe contentarse) con
dibujar los trazos de su enemigo. Es otra forma de definir el rumbo de las
cosas. Un oponente caricaturizado puede servir como atajo para reforzar los
valores y objetivos propios. En este caso la democracia, los derechos humanos y
la libertad frente al fanatismo asesino e inhumano. "El mal absoluto", como lo
llamó Obama este lunes.
El problema de este razonamiento es que no tiene historia,
no está ubicado en ninguna progresión de sucesos que lo vuelva comprensible o
mínimamente explicable. Por el contrario, es puro impacto, "choque de
civilizaciones", abismo religioso o moral. Sin embargo, resulta evidente que el
crecimiento de EI es parte de un ciclo histórico de desestructuración estatal
árabe bastante notorio. Como lo indica su nombre, Estado Islámico es una
metáfora mórbida de un proceso que lo precede: la destrucción de los estados
nacionales árabes, que se inició con la Guerra del Golfo de George Bush.
Hace pocos días el mundo recordaba los 25 años de la caída
del Muro de Berlín, antesala de la implosión de la Unión Soviética, que
sucedería apenas dos años después. Entre uno y otro episodio, Estados Unidos ya
había reordenado sus prioridades estratégicas: en enero de 1991 comenzó a
bombardear sedes gubernamentales en Irak.
Improbable en tiempos de Guerra Fría, esta intervención
norteamericana (con el escudo de las Naciones Unidas y el comienzos de las famosas
"coaliciones" de países aliados) inauguró una década de desplazamiento del
enemigo, que pasó de ser el comunismo a los estados árabes de corte
nacionalista.
El corolario de ese proceso ocurrió exactamente diez años
después, cuando el atentado a las Torres Gemelas mostró -entre otras cosas- que
en el "mundo árabe" antes liderado por estados nacionales laicos habían cobrado
relevancia los grupos fundamentalistas, diseminados en células y proclives a
tácticas terroristas. El enemigo comenzaba a asumir las formas bestiales que se
esperaba de él.
A partir de los atentados en Nueva York de 2001, la
respuesta norteamericana acentuó la estrategia desplegada en la Guerra del
Golfo: la invasión a Irak y Afganistán tuvo como consecuencia perdurable la
destrucción de estos estados, antes que la eliminación de un determinado líder
o grupo político. De hecho, más de una década después, ninguno de los dos
países logró estabilizarse, a pesar de haber contado con ingentes recursos y el
control militar por parte de los Estados Unidos.
Una década después, a fines de 2010, casi todos los países
de la región vivirían el terremoto de la "primavera árabe" que, visto
retrospectivamente, no terminó en un empoderamiento de la sociedad civil, ni
siquiera allí donde existe con cierta fortaleza (como en Egipto), si no más
bien en el recrudecimiento y el avance de los grupos islámicos extremistas. Esa
involución se dio aún en sociedades con una tradición laica importante, como
Siria.
De esta manera, el resultado más repetido de las "primaveras"
fue la creciente debilidad de las organizaciones estatales. El caso
paradigmático es el de Libia, donde después del bombardeo de la OTAN y el
asesinato de Moammar Khadafy en el 2011, el país quedó sumido en un caos total:
al día de hoy, tiene dos poderes ejecutivos y dos parlamentos. Desde hace
algunas semanas una ciudad al este de Libia, Derna, cayó en control del Estado
Islámico, que ya había extendido su presencia en parte de Siria e Irak.
Es sencillo y consolador pensar que todo este caos es
producto de algún tipo de auto desintegración de los libios, imbuidos de alguna
lógica primitiva o espíritu "tribal". Antes de sacar conclusiones, más vale
leer lo que dice Bernardino León, diplomático español, ligado al PSOE y que en
la actualidad oficia como jefe de la ONU en Libia. En la edición de El País del 10 de noviembre
pasado muestra un notable interés por aspectos que poco tienen que ver con la
estabilidad del país africano: "Desde hace tiempo ya, insistimos ante las
partes en conflicto que había tres ámbitos que deberían ser neutrales: el Banco
Central, el petróleo y la Autoridad Libia de Inversiones. Y les advertimos que
les pondríamos sanciones si cruzaban esas líneas rojas que son sagradas y no se
pueden tocar." En una remake del mandato del hombre blanco europeo del siglo
XIX, León, el progresista, remata: "debemos aprender de los errores de estos
tres años. La comunidad internacional pecó de dejar a Libia y a los libios
solos. No estaban preparados y eso no funcionó."
A esto habría que agregar la guerra civil en Siria, desatada
hace tres años y todavía en curso. El plan de desestabilización interna de
Estados Unidos sobre Siria se hizo público hace algunos meses, desde las
páginas de la autobiografía de Hillary Clinton, ahora crítica de la política
exterior de Obama, después de haber sido su Secretaria de Estado: "los riesgos
de la acción y de la inacción eran ambos elevados, (pero) la inclinación del
presidente fue mantener el curso de las cosas y no dar el significativo paso
adelante de armar a los rebeldes". Si Siria cuenta todavía con un gobierno y un
estado en pie es porque a mediados de 2013 Rusia, en un hecho inédito después
del fin de la URSS, obligó a Estados Unidos a dar un paso atrás en los
bombardeos que ya había anunciado sobre Damasco.
Por fuera de cualquier teoría conspirativa, estos datos
muestran una acción de debilitamiento sistémico de las organizaciones estatales
árabes en los últimos 25 años. El Estado Islámico aparece, así, como una
consecuencia directa de la guerra abierta o encubierta que desde hace un cuarto
de siglo Estados Unidos decidió emprender contra los estados nacionales
árabes.
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