Manuel Suárez Suárez | Jueves 13 de noviembre de 2014
Los
años pasan aunque el niño emigrante de la aldea de Tines [Vimianzo] no olvida
su gran alegría cuando identificó la mano de su padre balanceándose en el
muelle del puerto de Montevideo. El desembarco tuvo lugar el 27 de noviembre de
1958 luego de un viaje que no fue nada suave ya que el viejo "Cabo de Hornos"
iba perdiendo fuerzas. En la larga singladura de 20 días perdí mucho peso y no
fue hasta llegar a Santos que pude recuperarme un poco gracias a mi tío José de
Romarís que subió a bordo con unas sabrosas bananas brasileñas. Hoy los
plátanos canarios me resultan casi insípidos en comparación con la mágica
fuerza energética de aquellos hermosos colores amarillos.
Antes
de bajar del barco hice un recorrido visual por todas y cada una de las
edificaciones que rodeaban el puerto. Enseguida comprobé que el sol americano
era mucho más fuerte que el de la aldea ya que nadie llevaba abrigo. Mi padre y
quien le acompañaba -después supe que era su amigo Ramón de Castromil--
llevaban unas camisas de manga corta. Mi madre decía que aquí no iba a
necesitar los zuecos ya que llueve poco y no hay barro en los caminos que
además son de piedra. Pues, ciertamente semejaba que la cosa pintaba bien. Aún
estaba en el barco pero muy convencido de que mis padres escogieran aquella
ciudad para que yo pudiese correr más ligero.
El
apartamento que alquilara mi padre en la calle Pantaléon Artigas e Ipiranga en
el barrio de Aires Puros, estaba bien. No era grande pero tenía mucha luz y en
la vereda contaba con la sombra protectora de unos árboles llamados paraísos.
Allí fue donde armé mi nuevo espacio y sistema de vida. Todo cuanto veía era
nuevo y todo cuanto oía era diferente. En la cocina un aparato llamado primus
encendía sin leña. Pasaba la tarde entera jugando hasta el anochecer que era
cando volvía mi padre del trabajo. Alrededor de las cinco se hacía una pausa obligada
para el refuerzo de pan con mortadela. Aquel Montevideo era estupendo.
El
primer domingo en tierras rioplatenses coincidió con una fecha histórica en el
Uruguay: la celebración de las elecciones nacionales. Por supuesto que no me
enteré del asunto electoral ni de que el Partido Nacional ganó después de nueve
décadas de gobiernos del Partido Colorado. Para mi fue el domingo en el que
ingresé como socio de pleno derecho en la generosa República Oriental del
Uruguay. Un lugar especial, lleno de felicidad, en el que los niños hacen pozos
en la playa de Buceo y corren por el Parque Rodó y aplauden a las murgas en los
tablados. Quiero agradecer a Mercedes Vázquez Rama que fue quien me abrió las
puertas del nuevo país con su cordial hospitalidad.
El matrimonio
Vázquez-Rama tenía casa propia en la calle Santa Ana a unos diez minutos de
nuestro apartamento. Lo más directo para llegar era bajar hasta Propios y luego
ir por la calle Tudurí. Merceditas era de Vimianzo y también vino en un barco.
Quedé maravillado con ella. Estaba atento a todo lo que decía y me gustaba todo
lo que hacía. Su cuaderno escolar no tenía una mancha y los dibujos eran muy
buenos. Merceditas utilizaba una técnica ---desconocida para mi--- que
consistía en presionar más o menos el lápiz para obtener una u otra intensidad
de color. Fue quien me informó de que en la escuela tendría que aprender a
cantar el himno nacional.
Mi
nueva amiga tenía la experiencia adquirida en dos años de residencia y no
quería que yo llegase a la escuela sin saber quien era Artigas. Fue a quien le
escuché por vez primera la palabra héroe para definir a don José. Callé la
boquita a pesar de no entender el significado. Lo único que me quedó claro fue
que Artigas era amigo de los indios y
que lo dejaron morir lejos en el olvido. En la merienda confirmé que
desembarcara en el mejor lugar del mundo. Merceditas trajo para beber un agüita
caliente y para comer unas rodajas de pan con una crema de color beis por
encima. La bebida y la comida eran desconocidas pero no pregunté nada.
El agua
caliente se echaba en unas hierbitas y se sorbía por una cañita metálica
llamada bombilla. Era el mate dulce y sabía bien. Pero la emoción más fuerte la
recibí cuando lleve a la boca un cacho de pan. Quedé hondamente sorprendido por
un sabroso dulce de leche según le llamó Merceditas. Aquella delicia dejaba en
segundo plano al chocolate que la abuela Concepción compraba en la feria de
Baio. Volví sonriendo para el apartamento. Mi padre hablaba de levantarse
temprano para ir a trabajar a "Casa Ponti". Pensé en mi buena suerte. En la
aldea no había mate, ni dulce de leche y tampoco un primus para cocinar. El
paraíso de los paraísos estaba allí en la orilla del Río da la Plata.
Manuel
Suárez Suárez
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