Federico Vázquez | Miércoles 17 de septiembre de 2014
"Quizá se puede hablar de una tercera guerra mundial
combatida por partes con crímenes, masacres, destrucciones", descargó el Papa
Francisco el sábado pasado. Una particular escenografía acompañó las palabras:
fue una homilía en el cementerio romano Fogliano Redipluglia, donde están las
tumbas de miles de soldados italianos que combatieron en la Primera Guerra
Mundial. ¿De qué guerra estamos hablando, hoy?
La pregunta queda flotando en el aire: ¿la sumatoria de
conflictos en distintos lugares del mundo en este 2014, permite pensar en una
escalada militar a nivel planetario? Dicho así, suena muy exagerado, si se lo
compara con los grandes proyectos de expansión imperial que condujeron a las
grandes guerras del siglo XX.
Pero, afinada, la inquietud papal deja de ser descabellada:
no hay sólo una yuxtaposición de conflictos armados, el mundo es un hervidero
mundial donde el orden internacional parece estar más gaseoso que nunca, donde
Rusia y China son actores ya ineludibles, donde el "terrorismo internacional"
que emergió en las Torres Gemelas asumió las formas de un Estado Islámico,
donde el proyecto nacional israelí parece haber decidido la extinción de
Palestina, donde la crisis de Europa está llevando a la partición de los reinos
de España y Gran Bretaña después de tres siglos de unidad territorial, con las
posibles soberanías de Cataluña y Escocia, respectivamente.
¿Cómo jerarquizarlos? ¿Cómo ubicarlos de manera que sirvan
como elementos para entender el momento que vive el mundo, en vez de aparecer
como un sinnúmero de hechos "desestabilizadores", "destructivos", como señaló
el Papa, pero al final de cuentas, ilegibles?
La caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001
marcó el comienzo de una nueva época. Ese latiguillo es repetitivo desde
aquella misma mañana, cuando los aviones se incrustaron en los rascacielos.
Pero en aquel momento nadie sabía decir qué, exactamente, era lo que había
cambiado para siempre. Con casi una década y media atrás, puede decirse que el
atentado sobre Manhattan fue el segundo y último Muro de Berlín. Desde ese
momento, en un sentido estricto, hubo un mundo, un sólo escenario donde todos
jugaron. El capitalismo financiero, hegemónico y, la vez, atacado
barbáricamente, lo cubrió todo. Y dentro de ese marco de unicidad, es que
debemos entender nuestro mundo, 14 años después. La densidad y el agobio de los
conflictos que vivimos tienen una intensidad muy grande porque ninguno es
autónomo del otro. No hay más cortinas que delimiten el alcance de las cosas.
Argentina lo vive en carne propia, para bien y para mal: los fondos buitres,
criados al amparo de la no regulación mundial de los mercados, son un típico
producto de esta época. Al igual que la respuesta geopolítica de la Argentina, en su
acercamiento a China y Rusia, saltando por arriba de los trazos de antiguos
patios traseros, antes infranqueables. Argentina está arrojada al mundo global,
sin dudas, pero sólo se puede sobrevivir mediante una defensa a ultranza del
propio Estado-nación.
Y ese parece ser el ordenador principal de la política
internacional. Más allá de decretar su extinción en el futuro incierto, hoy la
puja, en todos los casos, tiene como centro a los Estados nacionales y el
alcance de sus soberanías.
La última invasión israelí sobre la frontera de Gaza,
reafirmó el proyecto de aniquilación de la soberanía palestina. El 1 de
septiembre, cuando todavía Gaza sigue en estado de emergencia humanitaria, el
gobierno de Netanyahu convirtió en estatales 400 hectáreas de una
colonia en Cisjordania. Se trata de la mayor expropiación de terreno palestino
de los últimos 30 años y una prueba de que el objetivo no es tanto la Franja, que ya no es más
que un gran campamento humano, ni tampoco Hamas, que lo gobierna, sino Cisjordania,
donde viven la mayoría de los palestinos y donde gobiernan los moderados de la Autoridad Palestina.
Israel está diciendo, con invasión militar o gubernamental, que los palestinos
no tendrán nunca su propio Estado.
Las decapitaciones de personas por Youtube muestra que la
invasión norteamericana de Afganistán e Irak en el 2001 y 2003 no terminó,
precisamente, con el triunfo de la democracia y la libertad. Hablar del
"fanatismo islámico" no lleva a ningún lugar, no explica nada. El islam es una
religión que tiene cientos de años, pero extrañamente fue en la última década
que se lo usa para justificar el degollamiento de seres humanos. Algo más debe
estar ocurriendo.
El Estado Islámico (EI) es un estado degradado, inviable,
deshumanizado, que está emergiendo luego de que Occidente prohibió a esa región
del mundo tener sus propios estados laicos. La relación causal es directa y
contundente: el derrocamiento de Hussein no llevó a un sistema bipartidista de
republicanos y demócratas, sino a la descomposición estatal de Irak, la
instalación de un gobierno sin legitimidad interna, la multiplicación de
facciones y, finalmente, al repliegue sobre la identidad religiosa extrema. El
error es ver a ésta como una elección "libre" de los pueblos de medio oriente y
no como última barrera -brutal- frente al proceso de destrucción que le
infringió Occidente.
El reciente anuncio de Obama de una serie de bombardeos
contra EI no cambia la dirección, sino que la profundiza. En vez de, por
ejemplo, auxiliar al gobierno de Siria para frenar el avance del islamismo
extremista, EEUU planea bombardear el país por su cuenta, y aún más: anunció
que reforzará a grupos insurgentes internos que, supuestamente, combatirán
contra EI. Lo cual redundará en una mayor debilidad del gobierno sirio,
profundizando el ciclo de debilitamiento estatal. La Conferencia de París
donde se aprobaron usar "todos los medios" contra EI, va en la misma dirección.
En la Conferencia
no participaron ni Siria ni Irán, los dos estados que todavía están en pie y
son, efectivamente, quienes impiden que el islamismo extremista aún no haya
hecho metástasis.
Esta crisis de estatalidad -provocada- en Oriente Medio es
contemporánea de otra, muy distinta. En el corazón de Europa, la crisis
económica que persiste después de siete años, está produciendo una explosión
interna en las identidades nacionales, como lo demuestra esta semana de
"levantamientos" soberanistas en Escocia y Cataluña. No se puede entender ese
estallido separado de otros síntomas de crisis: el auge de la derecha
extremista en el Norte de Europa, y de fuerzas progresistas en el Sur. Incluso
el éxodo de contingentes de ingleses, daneses y franceses de origen musulmán,
que súbitamente se sienten llamados a librar la guerra santa en el desierto de
Irak o Siria, muestra a una sociedad europea en crisis profunda. La gran
diferencia es que allí no pueden culpar a un invasor desestabilizador, sino a
su propia elite política que sigue retrocediendo casilleros en favor de la
elite económica y financiera. La pérdida de soberanía política frente a los
mercados llegó a un punto donde comenzó a minar los sistemas políticos, ya
imposibilitados de seguir reproduciendo legitimidad interna frente a sus
ciudadanos. Quienes se horrorizan por las derivas nacionalistas de catalanes y
escoceses o el surgimiento de populismos de derecha e izquierda, cometen el
mismo error de análisis que cuando miran a Oriente Medio. En ambos casos se
trata de respuestas angustiosas -con la sideral diferencia que en Europa
estamos hablando de de sociedades opulentas, secularizadas, sin las huellas del
colonialismo- frente al derretimiento del poder estatal y político.
La pregunta del siglo XXI es por los estados y las
soberanías: quienes tengan el derecho a eso podrá construir sociedades con
relativa autonomía y libertad, quienes no lo tengan, intentarán sobrevivir como
puedan, apelando, ellos también, a "todos los medios". De algo así,
borrosamente, podría tratarse la tercer guerra mundial anunciada por Francisco.
TEMAS RELACIONADOS: