Ricardo Lafferriere | Viernes 11 de julio de 2014
Hace
154 años, el puerto de Buenos Aires se federalizó y pasó a pertenecer a todo el
país. Treinta años después, la propia ciudad de Buenos Aires era derrotada en
las sangrientas trincheras de la revolución de 1880. El puerto dejó de ser
manejado por la oligarquía porteña, aunque el país pasara a ser gobernado por
las oligarquías de todo el territorio nacional, organizadas en el aparato
político del roquismo. De hecho, el último presidente argentino nativo de la
Capital fue Marcelo T. de Alvear, en 1922, y de su gestión no se ha escuchado
hasta ahora a nadie acusarla de centralista.
Los
males que siguieron, en consecuencia, no pueden ser puestos en la cuenta de los
porteños, que sufrieron como todos los avatares de la construcción de un país
con claroscuros, pero que dio el gigantesco salto a cuyo fin, cinco décadas
después, lo habría llevado a ser uno de los más importantes del mundo de
entonces. Esas oligarquías hicieron el país moderno, al que las cuotas de
equidad que le faltó las agregó el radicalismo, la democracia progresista, los
socialistas y años después el peronismo.
Dice,
sin embargo el presidente Mujica una verdad: ese país -éste país- recibió
millones de seres humanos de las más diferentes nacionalidades. Entre otras, la
oriental, fundida en la convivencia nacional sin recelo de ningún tipo y
considerada -como todos los inmigrantes que llegaron y llegan a la Argentina en
general y a Buenos Aires en particular- iguales en derecho, respetados en su
dignidad y hermanos en los afectos. Si una constante ha tenido la historia
argentina ha sido la lealtad a la vocación cosmopolita de la Revolución que le
dio origen, que definiera San Martín en Lima con su histórica frase
"Nuestra causa es la causa del género humano".
Llegaron
italianos, españoles, polacos, franceses, ingleses, alemanes, rusos,
austríacos, noruegos, judíos, árabes, paraguayos, chilenos, bolivianos,
brasileños, africanos. De todos nos sentimos "hermanos" y todos han
aportado a la construcción de una cultura de convivencia que nos hace ser
abiertos, tolerantes y solidarios, aún en momentos duros -que hemos pasado
muchas veces-.
No
mezclemos entonces las pasiones del fútbol con campos que les son ajenos. Las
tentaciones siempre existen, pero pueden llevar a crear problemas donde no los
hay.
Los
uruguayos pueden "hinchar" por quienes les surja de sus afectos o de su gusto
futbolístico. Eso en nada cambiará ni el cariño ni el respeto que los
argentinos sienten por ellos. Y por los italianos, los españoles, los alemanes,
o cualquier país de latinoamérica y del mundo. El mundial, el fútbol mismo, es
nada más que un juego, que despierta emociones pasajeras pero que en nada
cambia los procesos económicos, sociales y políticos vividos por las sociedades
y los ciudadanos. Éstos corren por otros cauces, con otras normas y con otros
protagonistas.
Pero,
por sobre todo, no intente interpretaciones históricas que pueden dañar
sensibilidades más que la simpatía o antipatía deportiva. No, al menos, desde
el respetado pináculo que implica la presidencia del país hermano más caro a
nuestros afectos nacionales.
Ricardo
Lafferriere
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