Fernando Jáuregui | Viernes 27 de junio de 2014
Entiendo que un político, un alto cargo institucional o
empresarial deben cuestionarse su permanencia en el puesto no cuando se
demuestra su culpabilidad ante un proceso judicial, sino en el momento en el
que resulta evidente que esta permanencia en el cargo resulta un escándalo para
la sociedad. O un engorro para los propios y los ajenos. Dimitir es verbo que
se conjuga difícilmente en el léxico patrio. Desde ese punto de vista, aplaudo
la decisión del eurodiputado Willy Meyer, a quien nadie podría, sino su propia
conciencia -y sin duda sus diferencias dentro de Izquierda Unida--, haber
exigido la dimisión presentada. Como aplaudo el paso, muy tardío, dado por Magdalena
Álvarez al renunciar a la vicepresidencia del Banco Europeo de Inversiones, por
mucho que este 'salto adelante' tiene muchos matices, claros y oscuros, más
allá de que sea yo incapaz de dilucidar si la ex ministra es inocente o
culpable de los cargos que se le imputan, tal está siendo la confusión que se
deriva de la instrucción de la juez Alaya. Y como, desde luego, aplaudo, por su
afán de clarificar de manera definitiva el panorama, el súbito anuncio de
Alfredo Pérez Rubalcaba en el sentido de que, además de la secretaría general
del PSOE, abandona su escaño parlamentario. Todo un ejemplo, sí señor, de saber
marcharse ligero de equipaje.
Por eso mismo, porque empiezan a proliferar los (buenos)
ejemplos en contrario, no puedo sino exigir que la aún infanta Cristina
renuncie públicamente a sus derechos dinásticos, como pido que el Rey les
prive, a ella y, claro, a su marido, de los títulos honoríficos concedidos por
la Corona; tanto da que la Audiencia Provincial, tras el, a mi juicio, pésimo auto del juez
Castro, levante la imputación de la hermana del monarca, porque ya digo que la
ciudadana Cristina de Borbón ha mantenido una conducta cuando menos polémica y,
en verdad, escandalosa. Quizá no merezca la cárcel; yo no deseo verla en
prisión. Pero, desde luego, no merece ser representante de la aristocracia
(gobierno de los mejores) española.
Y, por ello mismo, me duele que mi muy respetado Cándido
Méndez, que lleva veinte años como secretario general de UGT, prefiera culpar a
la Guardia Civil, que actuó en los casos de presunto desvío del dinero que la
UGT andaluza recibía para formación, que realizar una investigación a fondo
sobre qué es lo que está pasando en el histórico sindicato, que debería ser un
ejemplo y que me temo que, por diversos motivos, acumula desprestigio y
desinterés entre los ciudadanos. Culpar de los escándalos que se producen en
casa a la Guardia Civil, o al juez de turno, o a la Unidad de Delitos Fiscales
de la Policía, o al largo brazo del Gobierno, o a la conspiración universal,
puede, en algunos casos, tener una parte de razón. Pero nunca toda la razón.
Y en España faltan, desde luego, la seguridad jurídica que
da el saber que la justicia es igual para todos y que todos los órganos y
personas citados se comportan de manera razonablemente correcta, sin dejarse
influenciar ni por las presiones ambientales ni por las pasiones propias; pero
también falta un mínimo sentido de la autocrítica en el cuerpo social de este
país nuestro y muy especialmente en eso que últimamente ha dado en llamarse,
con razón o sin ella, la 'casta dirigente'. ¿Cómo no van a sentirse 'casta'
cuando en España existen diez mil aforados --y conste que pienso que el rey que
abdicó debe, necesariamente, ser uno de ellos--, que reciben un trato claramente
desigual por parte de la Justicia del que podríamos tener usted o yo?
Que un juez te impute puede, o no, ser causa de la dimisión
de un político, de un banquero, de la hija y hermana de un rey; supongo que
depende qué estemos, en cada caso, entendiendo por esa figura tan fluida que es
la imputación. Se han cometido demasiadas injusticias al apartar de la vida
pública a personas imputadas que luego resultaron del todo inocentes. Se han
cometido demasiados errores, dilaciones y dislates judiciales -que esa es otra
que tenemos que hacernos mirar--.
Pero hay que mirarse al espejo: la española no es una
sociedad del todo libre de culpa y es más dada a ejercer la crítica con sus
representantes que consigo misma. Quizá todo se deba, en buena parte, a lo que digo:
lo verdaderamente escandaloso es lo poco dados a dimitir, a abandonar la
poltrona, que son algunos. Por eso aplaudo hoy a Pérez Rubalcaba, a Willy Meyer
y, fíjese, hasta a Magdalena Álvarez.
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