Fernando Jáuregui | Viernes 20 de junio de 2014
Yo diría que, en la tribuna de prensa del Congreso de los
Diputados, estábamos casi tan pendientes de Artur Mas e Iñigo Urkullu, situados
al frente de todos los presidentes autonómicos, como de las dos preciosas hijas
de los reyes Felipe VI y Letizia, dos niñas que hacen más por la Monarquía que
muchos con sus proclamas legitimistas. Los dos presidentes de las comunidades
más 'históricas' fueron rácanos en el aplauso, lo mismo ante la llegada a la
Cámara Baja de la Reina, acompañada de su hija Elena -de Cristina nada se supo,
ni tampoco se la esperaba-como durante y al final del discurso del nuevo Rey,
que, en cambio, entusiasmó a Sus Señorías: ví aplaudir con lo que me pareció
bastante calor a la bancada socialista y hasta a la de los nacionalistas catalanes;
claro que estos, en su mayoría, eran de Unió. Izquierda Unida y otros
convencidos republicanos se ausentaron de la histórica efeméride, pero tampoco
andaban por los alrededores con banderas tricolores, que fueron prohibidas. El
orden, ya que no exactamente la euforia, reinó -nunca mejor dicho-- en las
calles esta jornada.
Aplaudir o no aplaudir, esa era la cuestión. Y, en una
encuesta de urgencia, primero a la salida del acto parlamentario, y después en
la recepción en el Palacio de Oriente, saqué la impresión de que el discurso de
Don Felipe VI había gustado, aunque acaso no entusiasmase. Claro que en ambos
lugares el público estaba previamente convencido. Gustar a casi todos es más
fácil, claro, que entusiasmar a una mayoría. Esa frase, dos veces repetida por
el nuevo Rey -sin duda para que no es escapase a nuestro fino olfato
periodístico-de que quiere "una Monarquía renovada para un tiempo
nuevo" no pasó desapercibida. Como tampoco que "en esa España unida y
diversa cabemos todos". O que la
Corona debe ser "íntegra, honesta y transparente". No era un texto
demasiado diferente a los últimos que ha pronunciado su padre, Don Juan Carlos,
en las últimas ocasiones. Es más: el Rey saliente llegó a decir algo que su
hijo no ha osado, como que la política española necesita una
"regeneración".
Don Felipe salió, así, a torear el toro acaso más difícil de
su vida dispuesto a gustar a todo el respetable, aunque no cortase dos orejas y
rabo, lo que es un símil taurino sin duda poco agradable para el nuevo Monarca,
poco aficionado a la Fiesta. A mí, personalmente, que aprecio las virtudes del
nuevo jefe del Estado, me gustó, aunque esperaba, acaso, un poco más: una leve
referencia, quizá, a posibles -e imprescindibles-- modificaciones en la
Constitución, una alusión más explícita a Cataluña. En una hora, el acto en las
Cortes había concluido y Don Felipe, que estrenaba, entre otras muchas cosas,
su uniforme de capitán general, saludó, tiese y marcial, a diputados y
senadores, que, puestos en pie, le aclamaban, mientras arriba, en la tribuna de
invitados, dos bastante hieráticos Urkullu y Mas componían un pequeño, muy
pequeño, aplauso de compromiso, tal vez para que el flamante orador supiese que
el dinosaurio del problema catalán y el del vasco siguen ahí, como en el cuento
de Monterroso.
Demasiado bien lo sabía Don Felipe, cuyo texto estaba lleno
de referencias a la unidad de España, a la concordia, al pacto, al
entendimiento...El Rey no estaba allí, fue el gran ausente. Pero sí estaba la
Reina Sofía, que enviaba besos con la mano a su hijo bienamado en la jornada de
su gran triunfo. Luego, Don Juan Carlos sí aparecería en el balcón de la plaza
de Oriente, en una composición familiar cariñosa que, me temo, no siempre se
corresponde con la puntual realidad. Pero es obvio el deseo de comenzar de
nuevo y allí estaban también Leonor, princesa de Asturias desde ayer, y Sofía,
su ya se ve que muy discreta hermana pequeña -aplaudía solamente cuando debía,
se abstenía cuando no-como demostración de que el futuro está abierto, y no
tiene por qué ser peor.
A continuación, la recepción en el Palacio de Oriente. Algo
más de dos mil invitados en la ceremonia más multitudinaria que se haya vista
jamás en ese local. Asfixiante espera para dar la mano a los nuevos Reyes, en
la que se mezclaban desde Isidoro Álvarez hasta el jurista Antonio Garrigues, desde
Florentino Pérez hasta Miguel Induraín, pasando por Enrique Ponce, todos los
que fueron algo -y viven-de UCD, de Alianza Popular, de antiguos gobiernos del
PSOE, militares, el presidente de la Conferencia Episcopal -que me pareció que
se colaba en el eterno besamanos; puede que no--...en fin: allí estaban los ex
presidentes del Gobierno -que sí se hablaron, como pudimos ver, en el Congreso
de los Diputados, aunque no había efusividad en sus gestos entre ellos-- ,
muchos grandes empresarios y algún banquero, bastantes uniformados con muchas
condecoraciones y directores de periódicos nacionales, magistrados y muchas
gentes que no suelen dejarse ver por las recepciones palaciegas. Gentes que
conocieron el franquismo, el juancarlismo y, ahora, el felipismo se mezclaban
en confuso abarrotamiento.
Era obvio que, aunque muchas caras eran las mismas, allí se
inauguraba una nueva era. Aguardé una hora sofocante para estrechar la mano de
Don Felipe y Doña Letizia con la mía, ya sudorosa. Les deseé suerte: de que les
vaya bien depende, creo, que nos vaya bien a todos nosotros.
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