Fernando Jáuregui | Miércoles 18 de junio de 2014
Este momento en el que escribo es, me parece, el de
homenajear al Rey saliente, que ha cumplido catorce mil días, casi treinta y
nueve años, en el cargo y que en la tarde de este miércoles firmaba
solemnemente su abdicación. He tenido la fortuna de poder cubrir
informativamente los últimos años del dictador y los casi cuarenta de reinado
de Juan Carlos I -incluso acompañándole en algún viaje-- , y espero que esta
suerte profesional se me extienda a los primeros tiempos de Felipe VI. Tres
épocas necesariamente diferentes, porque nadie en su sano juicio puede pensar
que la que le corresponde a Felipe de Borbón es una continuación de la que tuvo
a Juan Carlos de Borbón como jefe del Estado.
Los mil días de Juan Carlos, el Rey que abdicó por propia
voluntad, tras pensárselo mucho, eso sí, han estado llenos de acontecimientos,
han tenido más claros que oscuros, pero también de esto último ha habido, cómo
no. Pero, pensándolo y repasándolo todo con un libro de la historia de España
en la mano, no cabe más remedio que pedir a los dioses que, cuando peor
estemos, estemos como ahora: hemos disfrutado de una democracia mejorable, pero
democracia al fin; hemos conocido una era de paz de duración casi inédita en
los últimos siglos. Y, hasta cierto punto, pienso que podemos afirmar que ha
sido una era de prosperidad también prácticamente inédita en el país.
Todo ello, ya digo, con los patentes claroscuros, con las
corrupciones que han jalonado las últimas décadas, con la falta de
transparencia que ha caracterizado las relaciones de las instituciones con los
ciudadanos, lo que ha llevado a la desconfianza de la gente respecto de estas
instituciones; y, claro, con la legión de parados que constituyen la peor
pesadilla patente en todas las encuestas. No puedo olvidar las desigualdades
económicas cada vez más evidentes. Nada debe silenciarse en la hora del
balance. Pero, para quien lleva más de cuarenta años de mirón profesional,
asomado a las primeras filas de butaca para ver la escena, es decir, alguien
como quien suscribe, la conclusión no puede ser más que positiva: el Rey ha
significado un principio de equilibrio político e incluso, con todo,
territorial; ha respetado y hecho respetar la Constitución, ha actuado como
mediador y como primer agente comercial del país, se ha ganado el respeto -en
no pocos países, incluso el cariño--
internacional. Ha sido un patriota, mucho más allá de decisivas actuaciones
puntuales, como la de aquella noche del 23 de febrero de 1981.
Claro que catorce mil días y catorce mil y una noches dan
para mucho: para algunos escándalos, para sembrar algunas dudas que han hecho
descender la popularidad de la Monarquía en España, para algunos deslices
familiares, no directamente imputables estos últimos al Monarca, pero en los
que, de alguna manera, se le puede reprochar una excesiva benignidad hacia las
trapisondas de su yerno y las presuntas de su hija. Ha sido un Rey poco
afortunado familiarmente, quizá porque él se lo ha buscado, pero que ha
encontrado en su hijo al mejor heredero posible; en ese sentido, y en otros
muchos, Juan Carlos de Borbón, que ha apurado la vida a tope, ha sido, es, un
hombre con suerte. Y creo que nosotros, los españoles, hemos tenido también la
suerte de poder compartir esta época con él.
La pregunta, ante este cuarto de hora histórico, es: y ahora
¿qué? Espero que Felipe VI, en su discurso de este jueves, ilumine algunas de
nuestras muchas incertidumbres.
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