Gabriel Di Meglio | Domingo 08 de junio de 2014
Los debates sobre historia argentina han tenido mucha
importancia en la escena pública en los últimos años. Ello permitió el regreso
de viejas disyuntivas, como las discusiones en torno de la figura de Rosas,
pero también surgieron novedades, como la consideración de las clases populares
en tanto actores históricos o la posibilidad de correr de eje la historia
nacional.
En los últimos años, la historia ha ocupado un lugar muy
destacado en la escena pública argentina. Se discuten diversos aspectos del
pasado en función de problemáticas del presente, y desde el Estado se ha
elevado a los primeros planos a figuras muy relegadas; con algunos resultados
positivos, como la valorización de personajes de la talla de Juana Azurduy o
Felipe Varela.
El regreso de debates históricos al ámbito político habilitó
el retorno de viejas oposiciones entre historiadores. Un ejemplo claro es lo
ocurrido con Juan Manuel de Rosas, quien durante el siglo XX enfrentó a quienes
lo tildaban de tirano con quienes lo consideraban un héroe nacional de primera
línea, conflicto al que el presidente Menem buscó poner fin cuando en 1989 hizo
repatriar sus restos, argumentando que el gesto cerraba las heridas del pasado
y permitía mirar para adelante, en consonancia con el espíritu neoliberal (unos
días más tarde decretaba el Indulto...) Pero el Rosas actual ya no es una prenda
de tardía reconciliación sino que es otra vez presentado para discutir con la
tradición liberal. Es cierto que los defensores del Restaurador no encuentran
ataques antirrosistas muy fuertes, como sí ocurría en otras épocas. Ahora se ha
reivindicado sin inconvenientes su papel en la defensa de la soberanía ante la
prepotencia de las poderosas Francia y Gran Bretaña, algo indudablemente importante,
pero al mismo tiempo se han realizado algunas mitificaciones, como la que
considera a Rosas el promotor de un proyecto industrialista, algo que nunca
ocurrió.
De todos modos, lo más interesante que pasó con Rosas en el
último tiempo está en otro lado, en la posibilidad a partir de trabajos de
distintos historiadores que revisaron cómo construyó su poder, las razones de
su popularidad, las ideas que impulsaba, sus formas de hacer política. También
la persecución de sus enemigos, algo que después de la última dictadura militar
no puede dejar de ser observado (incluso si uno quiere situarse históricamente
en la época y evitar el anacronismo) a la luz de la problemática de los
derechos humanos. Cualquier matanza permitida por Rosas, como también las que
impulsaron Urquiza o los antiguos unitarios y luego los liberales, va a ser
condenada desde nuestro presente. Y ello permitió que se difundieran cuestiones
poco conocidas, como el fusilamiento en una sola mañana de julio de 1836 de más
de 80 indígenas que habían caído prisioneros en la "campaña al desierto" que
Rosas había dirigido tres años antes.
Esta consideración de los indígenas muestra algo más
relevante que discutir a Rosas o a cualquier otro gobernante: la creciente
presencia en los relatos de historia argentina de grupos que antes tenían poca
cabida en ella. Porque debatir sobre los "próceres" es atractivo, pero es
importante hacerlo sin caer en la antigua idea de que un puñado de "grandes
hombres" de clase alta, y algunas pocas "grandes mujeres", hicieron la
historia, cuando ésta es en realidad una construcción colectiva que no se
entiende si sólo se observa cómo actuaron los líderes.
La recuperación del lugar fundamental de indígenas,
afrodescendientes y otros integrantes del universo popular en la historia
argentina tiene un doble beneficio: por un lado permite incorporar como
protagonistas de la historia a quienes no tienen calles con sus nombres, lo
cual no es algo "políticamente correcto" o pintoresco, sino una clave, dado que
solo así se puede comprender la historia de un país donde las marcas populares
han sido tan fuertes. Al mismo tiempo, recuperar a estos grupos, clarificar el
origen mestizo de la región rioplatense, contribuye a que hoy se pueda empezar
a desmontar el mito del país "blanco", la noción errónea de que los argentinos
sólo descienden "de los barcos".
A la vez, la conciencia creciente sobre las diferencias de
género en la historia transforma nuestra mirada sobre el pasado, no tanto por
hacer una historia de las mujeres (que corre el riesgo de seguir conservando
una historia "central" que sería la de los hombres), sino porque al incluir al
género en cualquier análisis el resultado es una historia menos machista. Hoy
no hay lugar para una colección de historia que se llame simplemente "Érase una
vez el hombre".
Finalmente, otra novedad es la posibilidad latente de
construir una historia nacional que no piense casi exclusivamente en Buenos
Aires o la región pampeana como modelos, sino que contemple a este "centro" en
relación con otros espacios del país con derroteros diferentes. Eso puede hacer
revisar algunas "verdades" establecidas. Por dar un solo ejemplo: ¿cuándo se
consolidó el Estado Nacional argentino? Hay consenso en que fue hacia 1880.
Ahora bien, ¿realmente se consolidó entonces? Si se observan las
investigaciones sobre los territorios nacionales de Patagonia y el Chaco, o la
historia de provincias antiguas como Catamarca, la temporalidad del Estado
Nacional, de su presencia efectiva en esos espacios, es mucho más tardía que en
las provincias más ricas.
Los relatos sobre historia argentina están siendo, de a
poco, corridos de eje.
TEMAS RELACIONADOS: