Federico Vázquez | Lunes 05 de mayo de 2014
Las noticias sobre Ucrania se precipitan. La crisis interna
y la crisis internacional se superponen, se condicionan y potencian, la una a
la otra. La palabra "guerra civil", que parecía exagerada un tiempo atrás, ya
no sorprende a nadie. La experiencia histórica de la desintegración de
Yugoslavia, avisa de los peores fantasmas.
Repasemos: después de que una revuelta en Kiev, la capital
del país, terminara con el gobierno pro ruso de Yanucovich, asumió el poder una
constelación de fuerzas políticas que contaron, desde el vamos, con el apoyo
explícito de la Casa Blanca y la Unión Europea. La razón es que esa revuelta y
destitución presidencial tenía como programa inmediato -y único- incorporar a
Ucrania a la comunidad de Europa y alejarla de Moscú. Acto seguido, las
regiones del este del país, vinculadas económica y culturalmente con Rusia,
comenzaron su propia rebelión.
En este nuevo capítulo, los más decididos fueron, hasta
ahora, los habitantes de Crimea, que el 16 de marzo pasado votaron separarse de
Ucrania. A los pocos días, ciudadanos de las provincias de Donetsk y Jarkov
también se levantaron y, con armas aunque sin derramamiento de sangre, tomaron
el poder de las administraciones locales.
Este lunes se sumó la región más oriental del país, Lugansk.
Desde la capital de la provincia -de mismo nombre- un comunicado informaba que
"la asamblea de representantes de las comunidades territoriales, los
partidos políticos y las entidades civiles de la región de Lugansk proclaman la
creación de un Estado soberano".
La cada vez más agresiva campaña informativa de Estados
Unidos y la Unión Europea intenta mostrar a estos levantamientos como un mero
acto reflejo que responde a las directivas de Putin desde Moscú.
Ese análisis es tan lineal como suponer que las protestas
iniciales del Maidan, en la plaza central de Kiev, fueron digitadas por
Occidente para arrebatar Ucrania de la influencia rusa. En ambos casos se
oculta una disputa al interior de la sociedad ucraniana. El este y el oeste
contienen distintas influencias culturales y políticas, y la acción de sus
ciudadanos responde a esa división.
No se trata de algo tan extraño, muchos países se
construyeron sobre bases culturales heterogéneas, sin que eso los haga estallar
por los aires. La misma Ucrania había logrado, no sin una dosis de conflicto
elevado, mantenerse como una unidad política después de la implosión soviética
hace ya 25 años.
Sin embargo, durante este año, Ucrania se convirtió en el
centro de una disputa internacional que supera su conflicto interno, al mismo
tiempo que la lleva al borde del precipicio.
Algunos datos para contrarrestar la idea del "cuco" ruso
como único factor desestabilizador:
Mientras los líderes europeos se muestran horrorizados por
la injerencia de Moscú y guapean con sanciones económicas bajo los auspicios de
Estados Unidos (el martes la UE publicó una lista de personas a las que les
congeló bienes y retiró el visado, entre los que está nada menos que el jefe
del Estado Mayor de Rusia), Suiza otorgó la visa de residencia por un año a
Mijail Jodorkovski, ex dueño de la principal compañía petrolera de Rusia, que
fue indultado en diciembre pasado por Putin. Jodorkoski lejos de mantenerse con
un bajo perfil de refugiado político, viajó en marzo a Ucrania, días después de
la asunción del nuevo gobierno, y arengó a los manifestantes de la Plaza Maidán
a continuar la lucha contra Rusia.
El 17 de abril, John Kerry,
Catherine Ashton y Serguei Lavrov, respectivos jefes diplomáticos de
Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, habían llegado a un acuerdo en
Ginebra. El compromiso era bajar la tensión, pedir a las dos partes que
renuncien a sus milicias armadas y convocar un proceso constituyente donde
Ucrania pase a ser una república federal, dando espacio a las demandas de
autonomía de las regiones pro rusas.
A los cuatro días de ese acuerdo, nada menos el que
vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, voló a Kiev. La injerencia norteamericana
no podía ser mayor: el segundo de Obama dio un apoyo político explícito al
gobierno ucraniano, desembolsó 50 millones de dólares para "reformas
políticas", y por si no quedaba claro, agregó otros 8 millones para "ayuda
militar no letal" (?). Un verdadero mensajero de la paz...
Las consecuencias de la jugada norteamericana fueron obvias:
el acuerdo de GInebra quedó en el olvido y el gobierno ucraniano se sintió
habilitado para embestir militarmente contra los levantamientos en las regiones
del interior del país. Dos días después de la visita de Biden y su ayuda "no
letal", se produjeron las primeras cinco muertes civiles, todas del lado
prorruso, cuando el operativo militar ingresó en la ciudad de Slaviansk.
¿Por qué Estados Unidos parece tan decidido elevar el
conflicto de ese modo? La razón tal vez no esté en Ucrania. El año pasado Rusia
emergió como un jugador diplomático de gran relevancia, cuando evitó el
inminente bombardeo que Estados Unidos tenía listo para Siria. Cuando Obama
dijo que se "había cruzado una línea roja" y los tambores de guerra sonaban en
todos lados, una súbita reunión entre Kerry y Lavrov modificó el escenario, y
Washington retrocedió en sus pasos. Era un hecho inédito, por primera vez desde
los tiempos de la guerra fría, Estados Unidos cambiaba sus planes por presión
de otro jugador nacional.
El declamado multilateralismo se ponía, finalmente, en
práctica. Poca semanas después la ONU se sumó al acuerdo entre Rusia y EEUU
para que Siria no tenga armamento químico en su territorio.
El multilateralismo sólo puede existir si otras potencias,
además de la norteamericana, emergen como jugadores relevantes, que toman
decisiones y obligan a otros a reconsiderar posiciones unilaterales. El pequeño
problema es que en ese esquema, el único que pierde poder es, lógicamente,
Estados Unidos. Tal vez, la desgracia ucraniana tenga sus razones en la
decisión de Washington de evitar que Rusia (y Europa) se consolide como actor
relevante de un mundo multipolar.
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