Carlos Penelas | Miércoles 30 de abril de 2014
Durante muchos años se entendió por novela "una epopeya en
prosa". Estamos hablando de la novela caballeresca o de la novela realista.
Podemos dar diversas definiciones. Una: Albert Thibaudet llama a la novela
"antología de lo posible". Obviamente esta definición excluía a las
fantásticas. Otra: André Maurois escribió acerca de la novela: "Nosotros
pedimos a la novela un universo de socorros, en el cual pudiéramos buscar
emociones verdaderas y encontrar personajes inteligibles y un destino a la
medida del hombre". Maurois nos dice simplemente que la novela aborda un
conjunto de sucesos posibles y verosímiles, pero que no siempre son exactos.
Al leer La música del azar de Paul Auster nos encontramos
con casi todos estos signos con fluidez de lenguaje, cierta temporalidad
expuesta en paralelismos, hechos cotidianos que nos envuelven con la zozobra
del destino o del azar. Lleva, además, desde las primeras páginas, el tópico de
las novelas americanas clásicas: un individuo que deja una vida atrás y
emprende un viaje sin destino fijo. En esa carretera (donde el ex bombero de
Boston escucha a Mozart y a Bach) el camino es la soledad, la existencia hacia
lo incierto.
Una obra literaria -lo hemos repetido hasta el cansancio- es
un viaje. La Odisea, El Quijote, La Divina Comedia, Veinte mil leguas de viaje
submarino, Ulises, La invención de Morel, Pinocchio, Caperucita Roja, El conde
de Montecristo, Las mil y una noches, Bola de sebo...
En La música del azar vemos las limitaciones de la libertad,
el asedio de un mundo, lo aleatorio y la causalidad, el sueño americano, una
narrativa que elude las expectativas del lector, una búsqueda incesante donde
predomina la espontaneidad y no lo deliberado.
Podemos señalar ciertas fuentes: Kafka, Beckett, Ionesco,
Hemingway, London, y en alguna medida Flaubert (Bouvard y Pecuchet) y por
supuesto la propia trayectoria de Auster. Es imposible no aludir -por el clima,
por la atmósfera, por el desaliento- a Raymond Carver y a Cormac McCarthy.
Creemos que podemos mencionar el final del prólogo de El
último lector, de Ricardo Piglia, donde manifiesta: "...lo que podemos imaginar y
siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en
un sueño".
Jim Nashe y Jack Pozzi son individuos que se complementan,
que se necesitan; ambos llevan la fantasía y la sensibilidad más allá de la
razón. Imposible la realidad de uno sin el otro, el destino de uno sin el otro.
El lector experimenta también desconcierto al no hallar relaciones directas o
lógicas. Pero las hay, están en el medio social, en la actitud psicológica de
ellos pero ocultas en alguna medida en una estructura social. Esa carrera
nocturna, esa velocidad por el vacío, ese juego de cartas, ese trabajo
alucinante de levantar un muro, esos dos millonarios que conocen, genera
desasosiego, urgencia, un volver a empezar. Todo esto con ironía, iniquidad,
poética parquedad, virtuosismo de expresión.
Entre las lecturas sesgadas que es imprescindible realizar
se encuentra el mundo femenino: el de Auster es similar al de Raymond Chandler;
análogo al de muchas novelas policiales. Ellas destruyen el valor y la
integridad del varón, las mujeres prostituyen. Marlowe vive solo y toma whisky.
Jim y Jack se relacionan con prostitutas o con una esposa que lo abandona, como
en el caso de Jim.
Esta significativa novela contemporánea nos lleva a analizar
lo subjetivo, el auge de la arbitrariedad, la hegemonía del subconsciente.
Detrás, sospechamos, las vigilias armadas, los genocidios, la agonía, las
guerras, las crisis económicas. Una literatura de esta magnitud posee lirismo
pero también una simbología que obliga al ser humano a mirar su mundo interior
con la misma avidez que observa y considera el exterior.
Esta angustia no paraliza la acción, la promueve. La
angustia es parte del camino, de la elección. No hay amor en sí, los otros son
parte de mi existir. Tal vez debamos retomar a Sartre: "Sin libertad no hay
responsabilidad; sin responsabilidad no hay literatura".
Carlos Penelas
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