Iván Damianovich | Jueves 13 de marzo de 2014
Un recorrido por los cambios, simbólicos y materiales, que
introdujo el primer año del pontificado de Jorge Bergoglio, el primer Papa
argentino.
En la tarde casi otoñal del 13 de marzo de 2013 un nombre
pronunciado en latín desde Roma sacudía a la ajetreada Buenos Aires y posaba
los ojos del mundo sobre la Argentina.
Detrás de las cortinas de terciopelo rojo aparecía la figura
del arzobispo porteño, Jorge Bergoglio, revestido de blanco que saludaba a una
multitud atiborrada en la Plaza San Pedro.
Al tiempo que los flashes de miles de fieles destellaban en
la noche romana, los argentinos se asomaban paulatinamente a los televisores
procurando comprender un fenómeno que aún sorprende.
De la mano de Francisco, el Papa argentino, la Iglesia
universal comenzó a desandar parte del camino errático que pudo haberla alejado
del Evangelio en no pocas ocasiones. La figura de Bergoglio no implicó en su
primer año de pontificado una renovación doctrinaria (las bases fundamentales
de la Iglesia siempre fueron las mismas desde su fundación en Cristo) sino más
bien una reubicación de su misión en el mundo.
La estructura de burocracia en la que cayó el Vaticano, la
corrupción en la que se vio envuelto el Instituto para las Obras de Religión,
la distancia que impusieron cardenales y obispos con el pueblo fiel, y el
alejamiento de muchos de ellos de la realidad de pobreza a la que fueron
llamados a servir se vio seriamente afectada desde que Francisco alcanzó la
cátedra de Pedro.
Pero no se trata sólo de formas, sino de un estilo de vida
que imprime su pontificado tanto para religiosos como para laicos. La
austeridad que pretende contagiar no sólo es una denuncia contra el lujo y la
mundanidad sino más bien la invitación a desandar algunos pasos y volver a
mirar a Jesús como modelo de vida.
Por eso mismo, el estilo Francisco no es contrario al de su
predecesor Benedicto XVI sino complementario. Fue necesario un sustento
teológico fuerte y una renuncia de connotaciones heroicas para suscitar el
fenómeno Bergoglio.
Uno y otro podrían también bucear en las aguas de sus
antecesores Juan XIII y Juan Pablo II para concluir en el actual pontificado.
En materia teológica, podrá atribuírsele un carácter
pastoral singular, cosechado en Buenos Aires y puesto al servicio universal
desde Roma. La cercanía de un Papa con las penurias de los hombres es
probablemente el mayor regalo que Francisco puede hacerle a la Iglesia.
La pastoral de Francisco no se reduce a la descripción de
los problemas de los hombres y al llamado constante a vincularse con un Dios
misericordioso.
La pastoral del Papa es también la denuncia permanente sobre
los poderes económicos que pretenden colocar al hombre al servicio del dinero.
Es la exhortación por procurar un mundo que abandone por un instante la mirada
hacia los centros de poder y salga al encuentro de los descartados en la
periferia.
Pero es también la invitación a la paz en Siria, ante la
amenaza de una intervención armada (¿cuántas vidas se habrán salvado gracias a
su exhortación?) o la oración por los náufragos de Lampedusa.
Desde una carta dirigida a los líderes mundiales a un
llamado telefónico a un enfermo en su país o una persona condenada que purga su
pena en prisión.
Desde una misa para tres millones de fieles en Brasil hasta
una caricia a un discapacitado en Plaza San Pedro.
Las imágenes se suceden. De un extremo a otro. Como hechos
separados por una gran distancia. Similar a la que hasta hace un año mediaba
entre Buenos Aires y Roma y que, providencialmente desapareció una tarde de
verano.
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