Ricardo Lafferriere | Martes 11 de marzo de 2014
En décadas de auge de la guerra fría, cuando las dictaduras
militares con simpatía de Washington azotaban la región como reacción ante la
acción insurgente de la "Tricontinental" y los movimientos guerrilleros,
quienes detentaban el poder y la "hegemonía cultural" solían descalificar a los
reclamos por los derechos humanos imputándoles ser instrumentos del "comunismo
internacional" y de "proyectos extranjerizantes".
Muchos de quienes hacíamos política en aquellos tiempos
recibíamos esas acusaciones como simples argumentos de la lucha. Era cierto que
en los diarios existían pronunciamientos de los organismos más cercanos a las
posiciones de izquierda, fundamentalmente los relacionados con la ex URSS.
Pero también sabíamos que esos argumentos se desdecían con
los hechos, cuando en los espacios internacionales decisivos -como la Comisión
de Derechos Humanos de las Naciones Unidas- los gobiernos del ex bloque
socialista -la URSS y la propia Cuba- hacían causa común con la dictadura
militar sosteniendo la tesis que los reclamos por los derechos humanos debían
detenerse ante la "soberanía nacional" de cada país. Fidel y Videla coincidían,
en los hechos, en reconocerse legitimidad para hacer dentro de sus países lo
que se les antojara con los derechos de las personas.
En la Argentina quienes defendíamos los derechos humanos y
reclamábamos el retorno a la democracia debíamos organizar las luchas en
relativa soledad, y los éxitos o retrocesos de su vigencia dependían de la
situación interna, más que de los caprichos o intereses de la geopolítica.
Sufrir esa experiencia nos llevó, recuperada la democracia,
a privilegiar el trabajo por el reconocimiento de los derechos humanos como un
valor universal prioritario a cualquier otro, en especial al de la soberanía de
los Estados. La Argentina hizo de esta causa una política de Estado. La Corte
Penal Internacional fue un logro del que nuestro país se enorgullece de haber
participado desde su inicio, atravesando administraciones diferentes -desde
Alfonsín hasta Kirchner, pasando por Menem y obviamente Fernando de la Rúa-. El
tratado aún no fue ratificado por Estados Unidos, ni por Cuba.
El respeto a la dignidad humana es un elemento esencial a
cualquier convivencia civilizada. A pesar de los duros enfrentamientos políticos
y aún de casos específicos de violencia investigados por los tribunales, el
relato político de la democracia incorporó ese valor a todas las ideologías
participantes en el escenario nacional. El asesinato político, la desaparición
de personas, el destierro, la confiscación de bienes, la tortura, tal vez
puedan ocurrir, pero recibirán no sólo la condena social sino el vacío
argumental. Nadie levanta -salvo alguna voz marginal, como la de Luis D'Elía,
de nula representatividad política o social- la defensa de estos crímenes.
Por eso la declaración de Gloria Ramírez, Defensora del
Pueblo de Venezuela, justificando la tortura a estudiantes detenidos no puede
dejarse pasar. La afinidad política o la conveniencia estratégica no puede
llevar a los argentinos a olvidar lo que sufrimos, a justificar la tortura
porque el que la aplique sea un gobierno que se considera amigo, o porque
estemos negociando con ellos la renovación de algún crédito.
on los derechos humanos no se juega. El gobierno, y las
fuerzas políticas democráticas de la Argentina no deben dejar pasar ese gesto,
que no es una "propaganda del imperio" ni una "simple denuncia infundada
distribuida por las redes sociales", sino el pronunciamiento de una funcionaria
pública cuya responsabilidad primaria es, justamente, defender los derechos de
los ciudadanos de su país.
Ricardo Lafferriere
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