Fabio Quetglas | Jueves 27 de febrero de 2014
Resulta paradojal que luego de una década de insistente
reivindicación de "la recuperación de la política", un alto porcentaje de
conflictos sociales no encuentren otro canal de expresión eficiente que la
"acción directa", demostrativa de la degradación de las capacidades de
organización, planificación y mediación que todo Estado, en cualquier formato,
debe tener.
En el caso de las tensiones urbanas, como las tomas de
tierras, lo que además queda claro es la incomprensión de las Administraciones
de los fenómenos que deben atender.
En el área metropolitana de Buenos Aires hasta los años 80,
las oleadas de migrantes (internos y externos) y personas sin acceso a vivienda
ocupaban espacios, ya sea irregularmente, ya sea a través de los famosos loteos
que permitían pagar en cuotas el ansiado terrenito. Aunque muchas veces los
loteos no gozaban de las condiciones ideales, el método era muy superior a lo
que vino luego.
Ese modo de expansión urbana suponía varias cuestiones: los
migrantes encontraban empleos para pagar sus lotes (y en especial empleo
registrado), las municipalidades o la organización comunitaria prontamente los
dotarían de servicios esenciales, las distancias se salvarán con un regular
sistema de transporte cuyo costo podía ser soportado por el usuario. Una
conjunción de motivos, entre los que debe destacarse significativamente la
emergencia de countries y barrios cerrados en la periferia de Buenos Aires, han
hecho que los espacios que recibían hasta los años 80 a los migrantes internos hoy
estén ocupados con usos de suelo que sus propietarios entendieron más rentables
y que ningún poder público se encargó de manera oportuna de "limitar, ordenar o
regular adecuadamente".
Si sumamos la inexistencia del crédito a mediano plazo, la
informalidad laboral y la degradación del sistema de transporte, el cóctel para
dar inicio a la "lucha por el suelo" está listo.
Es notable cómo el cambio de patrón en la ocupación del
suelo en la periferia urbana y la degradación del transporte han ido de la
mano. Para un habitante urbano las distancias se miden en tiempo y comodidad
más que en kilómetros. Como lo demuestra la experiencia de otros países, las
personas pueden vivir a 60 o 70 km de su lugar de trabajo, si el traslado en
transporte público no supera la hora, si el costo es asumible y si la calidad
de ese traslado es razonable.
Si viajar esa distancia insume dos horas y el viaje es una
ruleta rusa, la vocación por optar por tierras en la "ciudad central" es mayor.
Las imágenes del Indoamericano no pararán de repetirse, hasta que no se conciba
una política metropolitana de generación de suelo urbano bien conectado y
accesible. Su ausencia nos demuestra que lamentablemente quizás recuperamos la
política como movilización, pero no como reflexión pública y aprendizaje.
Fabio Quetglas
Sociólogo especialista en desarrollo urbano
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