Federico Vázquez | Lunes 24 de febrero de 2014
Otra vez el escenario venezolano presenta la cara más áspera
de aquello que se llama "polarización". Desde que asumió Chávez en 1999 no
fueron una, sino varias las ocasiones en que las calles del país mostraron
blanco sobre negro los apoyos y rechazos a la revolución bolivariana.
No hay ningún cromosoma caribeño que haga a los venezolanos
distintos al resto. A la radicalidad del proceso que empezó Chávez y continúa
Maduro, se le suma la radicalidad de una oposición que está lejos de ser solamente
"política" ni menos aún "partidaria". Hay un sector electoralmente minoritario
-pero numeroso en las calles- que está dispuesto a la acción directa con tal de
terminar con el gobierno.
El discurso mediático dominante pone como sujeto principal
de estas últimas movilizaciones a "los estudiantes", un genérico que intenta
ocultar la ausencia de órganos representativos que protagonicen los reclamos.
No existe ni siquiera en los papeles una agenda sectorial de reclamos. Esto
salta a la vista con sólo leer la propia proclama en nombre de los "estudiantes
de Venezuela" que el martes pasado publicó el diario opositor El Nacional:
"Las protestas estudiantiles y civiles que se están
desarrollando en Venezuela son producto de la destrucción sistemática de nuestro
país por obra de un régimen comunista. [...]
El Movimiento Estudiantil considera como primer paso la
renuncia de Nicolás Maduro y todo su gabinete. De la misma forma, nuestro
Estado no puede continuar bajo la dirección del castro comunismo: exigimos la inmediata
expulsión de todos los agentes cubanos de nuestras instituciones. [...]
El Movimiento Estudiantil no reconoce instituciones que
atenten en contra de la vida de sus ciudadanos. Es por ello que no dialogamos
ni negociamos la Libertad con comunistas; esto significaría una traición a
Venezuela y a nosotros mismos, como seres libres e independientes."
Las manifestaciones la componen, entre otros, jóvenes
estudiantes -en general universitarios del sector privado- que tienen todo
derecho a manifestarse. Algo tan obvio como que sus objetivos y vocabulario no
guarda ninguna diferencia con la de los líderes políticos más extremistas de la
oposición venezolana.
Algo muy distinto a lo que podíamos encontrar, por ejemplo,
en las marchas educativas en Chile de hace algunos años atrás, que si bien
estaban lideradas por el Partido Comunista y la izquierda social, no tenían
como premisa el derrocamiento del gobierno, sino la gratuidad del sistema
educativo.
Otro dato más: el epicentro de las protestas es en los
bastiones electorales de la oposición, los barrios más acomodados de Caracas.
Es decir, las marchas "estudiantiles" tienen una total ausencia de reclamos
sectoriales, pero a la vez una sectorización geográfica y social muy evidente.
En definitiva, lo que emerge, antes que un reclamo concreto
al gobierno, es el hastío político de algunas capas medias y altas frente al
chavismo. Nada que no pueda ocurrir en democracia, pero que al mismo tiempo
resulta difícil de encarar para cualquier agenda gubernamental. No se le pide
que dé marcha atrás con tal o cual medida. Al chavismo se le pide,
sencillamente, que deje el poder.
Sin ir más lejos, en el día de ayer, el analista
internacional Jorge Castro intenta esa tesis desde el diario Clarín, señalando
que "en Venezuela está en pleno desarrollo un nuevo "Caracazo", con una
movilización generalizada de la totalidad de los sectores sociales". El llamado
a un golpe de Estado está apenas disimulado: a la referencia al Caracazo de
1989 -un estallido popular ante las medidas neoliberales tomadas por el
gobierno de Carlos Andrés Pérez- se le suma la conclusión de que el único
factor de estabilidad que le queda a Maduro (y si es el único apoyo, también es
quien puede dejarlo sin nada) es el ejército.
Sin embargo, la desmentida a este análisis, como a la
presentación que en general se hace del estado de cosas en Venezuela, viene de
las mismas filas opositoras. Nada menos que de Henrique Capriles, el ex
candidato presidencial que perdió con Maduro hace menos de un año las
elecciones generales.
El jueves pasado, Capriles apuntó a la falta de "contenido"
de las marchas y advirtió a los suyos que "no existe forma de producir un
cambio si tienes en contra más gente que quiere detenerlo; no consigues un
cambio si no incorporas en la lucha a quienes viven en los barrios, a quienes
viven en los sectores populares, ahí es que está la mayoría del país".
Capriles parece advertir que el peligro que corre la
radicalización opositora es, justamente, anular el mayor triunfo que tuvo en
estos quince años: por primera vez lograron tener una cantidad considerable de
votos en barrios populares y de clase media, lo que explica, en parte, la
cercanía en los números con Maduro en el 2013. Pero todo eso podría perderse si
en vez de profundizar ese camino, la oposición vuelve a elegir la estrategia
insurreccional en las calles.
Aún así, la conmoción social que vive Venezuela es
preocupante. La razón es sencilla y compleja a la vez.
La oposición sacó apenas dos puntos menos que el chavismo,
nucleada en torno a un mismo candidato, lo que expresa la existencia de una
masa ciudadana más que relevante que se encuentra políticamente frustrada. Los
políticos y medios de comunicación opositores se convencieron -y convencieron-
que tras la muerte de Chávez, la infalibilidad electoral había desaparecido con
él. El triunfo de Capriles era inminente. Pero no fue así: aun ajustadamente,
Maduro consiguió más de la mitad de los votos y aseguró un nuevo mandato
constitucional al chavismo, lo que llevaría a 20 años consecutivos de gobierno
bolivariano. Semejante hegemonía política puede ser una noticia casi
insoportable para sectores económicos y políticos que se siguen percibiendo
como "dirigentes".
Si a eso le agregamos un círculo mucho más pequeño, pero
también numeroso, por momentos masivo, que no sólo vota a la oposición sino que
está dispuesto a salir a las calles para, en palabras del otro líder opositor,
Leopoldo López, "terminar con el gobierno", el panorama se vuelve más complejo.
En definitiva, en una conclusión que es posible extrapolar a
otras coyunturas nacionales, el problema político profundo es la tensión entre
un sistema democrático que se transformó en la garantía de continuidad de
procesos reformistas, y las elites de cada uno de los países, que en cada
elección caen en el desánimo y la frustración, cuando los resultados
contradicen todo su sistema de ideas y creencias. El pase a la acción directa,
a la insurrección, parece ser la válvula de escape frente a esa realidad
desagradable.
Finalmente, como parte de esa tensión irresuelta, el
gobierno de Maduro tiene la necesidad política y moral de impedir una espiral
de violencia. Venezuela es, de por sí y más allá de la confrontación política,
una sociedad con demasiadas armas en manos de la población civil, algo que se
visibiliza fácilmente en los números de asesinatos por año, donde sólo queda
atrás de Honduras y El Salvador a nivel continental.
La mención a la posesión masiva de armas por parte de
civiles tiene mucho que ver con las muertes en las recientes manifestaciones.
La mayoría de las acusaciones, tanto del oficialismo como de la oposición
apuntan a "colectivos armados", es decir, grupos de civiles chavistas y
antichavistas, antes que a fuerzas de seguridad regulares. El gobierno había
anunciado, días antes del comienzo de los enfrentamientos, un programa nacional
de "pacificación" con el fin de reducir la tenencia de armas.
Dentro de todo este marco, conviene siempre recordar lo más
obvio: además del triunfo de Maduro hace menos de un año, la Constitución
bolivariana permite el llamado a un referéndum a mitad de mandato, lo que
sucedería a comienzos de 2016. Un poco antes, en diciembre de 2015, habrá elecciones
legislativas. La "dictadura chavista" tiene en frente unos cuantos retos
electorales, que podrían mostrar si el hartazgo callejero expresa o no a una
mayoría. Hay que ver si la oposición elige asumir el mismo desafío.
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