Federico Vázquez | Martes 18 de febrero de 2014
Como hace tiempo no sucedía, tal vez desde el lejano paro
petrolero de 2003, la sociedad venezolana se encuentra en el desfiladero que
separa la convivencia pacífica y democrática de las situaciones de desestabilización
y violencia callejera.
El 12 de febrero pasado una manifestación de estudiantes y
líderes políticos opositores se reúne en la Plaza Venezuela, en el centro de
Caracas. De a poco, algunos dirigentes comienzan a levantar el tono de las
declaraciones, abandonando cualquier planteo educativo y anunciando que el
objetivo de la marcha es que caiga el gobierno de Maduro. Un rato después, la
concentración es frente a la Fiscalía General, donde reclaman la liberación de
algunos estudiantes que habían sido detenidos: se rompen vidrios, hay forcejeos
con la policía, se cruzan disparos.
Pasado el mediodía, se conoce que al menos una persona
murió. Luego se sabrá que fueron dos las víctimas en ese lugar. Una de ellas
era un joven opositor y la otra un dirigente chavista. Horas después, Maduro
afirma que una sola arma mató a ambos,
poniendo en tela de juicio la idea de un enfrentamiento descontrolado entre
sectores. Si bien las fuerzas de seguridad reprimen con gases lacrimógenos, las
cámaras y teléfonos celulares registran enfrentamientos entre civiles, de
difícil identificación política.
Al caer la noche, en otro punto de Caracas, el municipio de
Chacao, uno de los más ricos y de los más antichavistas (la oposición sacó el
84% de los votos el año pasado) cae muerto un tercer joven, quien había
participado de las protestas durante todo el día.
Después comienzan las declaraciones políticas, tanto del
oficialismo como de la oposición. Las posturas son, naturalmente, disímiles:
del lado del chavismo se advierte que Venezuela está sufriendo un embate de los
sectores más reaccionarios que buscan derribar al gobierno. Por el lado de la
oposición, se afirma que la violencia la generó el gobierno, a través de unos
fantasmales "grupos parapoliciales", que vendrían a ser motoqueros armados que
disparan contra los manifestantes. Habría que agregar un dato: hay un reguero
de armas en manos de civiles en Caracas, haciendo que los índices de muertes
violentas sean de las más altas de la región. Casualmente, o no, en esos días
Maduro había presentando un plan de "pacificación social" centrado en el desarme
de la sociedad civil.
En el mejor de los casos, la verdad "policial" sobre los
hechos del 12 de febrero irá cobrando forma con el paso de los días. El nivel
del enfrentamiento político venezolano asegura que nadie se va a quedar con las
primeras impresiones, ni los relatos de ocasión. La multiplicidad de imágenes
en manos de las personas de a pie también ayudará a que no se pueda torcer
mucho lo ocurrido.
En primer lugar, un recordatorio histórico: la violencia
callejera, a partir de una marcha opositora con objetivos nebulosos, que de
pronto se desmadra y aparecen tiros y muertos de "un lado y del otro", no es
algo nuevo. Casi sin diferencias, es lo que ocurrió horas antes del golpe de
Estado de 2002. Algunas semanas después, quedó demostrado que todo había sido
una puesta en escena de grupos golpistas que usaron a los manifestantes
opositores como mártires inconsultos: cayeron por francotiradores que no
respondían al gobierno, la búsqueda de los muertos fue intencionada. Sin
embargo, los principales canales de televisión y cadenas de noticias culparon
de la matanza al gobierno, justificando así la necesidad de sacar a Chávez de
Miraflores.
A diferencia de ese momento, ahora no funcionó el monopolio
informativo privado que fue tan decisivo en el 2002: el chavismo, además de ser
un movimiento político y militar, es ahora también un conglomerado mediático.
Canales, radios y diarios propios, aseguran que "la revolución sí será
televisada".
Pero más allá de algunas similitudes con el 2002, una
explicación más profunda hay que buscarla en la propia interna opositora. Al
día siguiente de las marchas y los asesinatos, el ex candidato presidencial,
Henrique Capriles, salió a desmarcarse de todo lo sucedido. Fue contundente:
"hay extremos que le hacen el juego al gobierno".
Por el contrario, el que emerge como símbolo de esta nueva
etapa insurreccional de la oposición es Leopoldo López, quien también intentó
ser candidato presidencial, pero se bajó unos meses antes, cuando ya estaba
claro que Capriles reunía más expectativas para lograr el milagro electoral que
finalmente no ocurrió.
Basta con un par de pinceladas de la biografía de López para
acercarse a la mentalidad de un sector minoritario pero poderoso de la
oposición venezolana.
López fue firmante del decreto de la breve dictadura de
2002, que disolvió los poderes públicos, cerró el Congreso y nombró a un
Presidente sin ningún parámetro legal, salvo ser el líder de una central de
empresarios (?). Después del acto de investidura, López marchó a la Embajada de
Cuba y quiso tomarla por asalto, denunciando que ahí se escondían funcionarios
chavistas. (nota al pie, pocos años después, la usualmente publicitada por
medios argentina ONG Transparencia Internacional lo premió no una, sino dos
veces, en el 2007 y 2008).
¿Por qué la oposición muestra estas dos caras? Los
divergentes intereses personales son entendibles: Capriles, ayer nomás, logró
casi empatar con Maduro en elecciones libres, transparentes y observadas por
propios y extraños. El chavismo, por primera vez sin su líder, salvó la ropa y
ganó, pero Capriles olió de muy cerca el triunfo. Si hasta hizo creer a
periodistas argentinos que viajaron especialmente a Caracas que iba a arrasar.
Hoy, la mejor carta de Capriles es obvia: esperar unos cuantos meses cuando la
hiper-recontra-democrática Constitución bolivariana establece que se puede
hacer un referéndum revocatorio. Si todavía ahí no consigue el objetivo,
Capriles puede trabajar en una próxima candidatura para las elecciones de 2018.
López, en cambio, relegado de este juego democrático, y
teniendo como único capital político haber sido jefe de campaña de Capriles,
tiene la necesidad de generar escenarios de confrontación para posicionarse. El
caos, la crisis institucional, las declaraciones diplomáticas mostrando
"preocupación", son el único alimento para soñar con el poder.
López y Capriles son distintas caras de una misma moneda:
después de años de personajes viejos, ligados a los partidos tradicionales, la
oposición construyó figuras jóvenes, simpáticas, "modernas". Para la derecha
venezolana, el post chavismo existe y tiene, hoy, dos alternativas: López y
Capriles.
Pero además, estas dos personalidades representan un
universo mayor: la propia oposición social venezolana, que nunca se extinguió y
siempre fue muy numerosa, persistente, con recursos económicos y apoyos
internacionales, y que también se encuentra ante el dilema de a qué juego
jugar.
Llegamos así a uno de los nudos del problema venezolano, que
también está presente en otros países de la región: apenas se rasca la
superficie de las nuevas "protestas
espontáneas" o "hartazgos ciudadanos" aparece una masa ciudadana aguerridamente
opositora que, de tanto en tanto, coquetea con las formas de acción desestabilizadoras,
si estás prometen sacarles de encima a gobiernos que desprecian.
Uno de los problemas actuales de los sistemas políticos
latinoamericanos es cómo se combina la
estabilidad democrática en un contexto de hegemonía electoral de gobiernos
urticantes para los poderes tradicionales. No parece haber contradicción en los
términos, a priori. Sin embargo, a esa ecuación hay que agregar la existencia
de amplios sectores (así sean minoritarios en términos electorales)
irreductibles a cualquier simpatía con el oficialismo, ya sea por interés de clase
o por formación ideológica, que además tienen la memoria histórica de haber
sido siempre los que "mandan" en cada país (sectores empresarios, clase media
ilustrada, etc) y fijan -o fijaban- las normas de lo que es correcto, de las
modas políticas y culturales, etc. En Venezuela, desde hace 15 años, miran la
obra desde afuera.
Existe ahí una masa disconforme, no necesariamente golpista,
pero sí posiblemente dispuesta a escuchar y apoyar los cantos de sirena de
dirigentes que les prometen un cambio que las urnas hace tiempo les niegan.
Gobernar ese universo adverso, además del Estado y de los apoyos consolidados,
es uno de los mayores desafíos que tienen por delante los gobiernos
progresistas. Y muy especialmente el más radical de ellos
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