Ricardo Gil Lavedra | Martes 18 de febrero de 2014
En la conocida película de Harold Ramis Hechizo del tiempo ,
un meteorólogo de televisión llamado Phil Connors, interpretado por Bill
Murray, es enviado a una pequeña ciudad de EE.UU. a filmar el comportamiento de
una marmota que, según la tradición aún vigente, puede predecir el fin del
invierno cada 2 de febrero. Obligado a permanecer en el pueblo por una
tormenta, Phil advierte al despertar que vuelven a suceder todos los episodios
ocurridos en la jornada anterior, el día de la marmota. Sorprendido primero,
desesperado luego, Phil intenta cada día hacer cosas nuevas para tratar de
salir de ese encierro en el tiempo, pero todo es inútil: cada mañana vuelve a
despertarse en el mismo 2 de febrero y se reiteran los mismos sucesos.
Parecería que los argentinos, como el protagonista de esa
película, tampoco podemos superar nuestro día de la marmota y volvemos a
repetir situaciones críticas. Devaluación, estampida del dólar, caída de
reservas, tasas de inflación fuera de control con el consiguiente desmadre de
los precios, acusaciones gubernamentales de especulación, conspiración y
antipatriotismo por parte de sectores económicos o políticos, son todos
acontecimientos que hemos vivido varias veces en las últimas décadas, y con
distintas conducciones políticas. Sabemos también que estos hechos van
erosionando la legitimidad de los gobiernos de manera exponencial, hasta un
momento en que no importa cuál medida se adopte ninguna es eficaz, porque quien
la toma carece ya de toda credibilidad.
En este contexto de temor e incertidumbre, debido al
recuerdo de las traumáticas experiencias del pasado, organizaciones
empresarias, sindicales y sociales organizan encuentros y reuniones en busca de
acuerdos y políticas comunes. A la vez, diferentes fuerzas políticas ponen la
mirada en las elecciones presidenciales del año próximo e intentan agruparse
para conformar una alternativa de gobierno no justicialista. En todos los
casos, como reacción a lo que ha caracterizado a la gestión kirchnerista, se
coloca el acento en el diálogo, en el cumplimiento de la Constitución, en el
equilibrio y en la necesidad de acordar "políticas de Estado" que
aseguren políticas de largo alcance.
Desde ya, en un país signado por los desencuentros, resulta
sumamente positivo que las organizaciones vinculadas a la producción y al
trabajo se muestren dispuestas a la coincidencia. Este hecho, por sí solo,
constituye un dato político insoslayable que marca una diferencia notable con
crisis anteriores. Asimismo, resulta muy alentador que se conformen coaliciones
electorales y de gobierno futuro, atento el grado de fragmentación del sistema
político argentino y al dato cierto de que ninguna fuerza puede alcanzar mayorías
parlamentarias en las elecciones de 2015, con lo que es muy probable que el
próximo presidente no tenga un Congreso propio.
Pero creo que en esta etapa que se está abriendo de
discusiones sobre el futuro no puede estar ausente el análisis sobre la
incidencia que tiene (o no) nuestro diseño institucional en las recurrentes
inestabilidades que sufrimos. Parece un contrasentido predicar equilibrio,
deliberación pública u otros valores republicanos en un régimen de gobierno que
sólo funciona eficazmente si es mayoritario, que oscila entre el abuso y la
fragilidad, que no facilita la cooperación ni el diálogo y que, por ende, tiene
una calidad democrática muy deficiente.
En un debate todavía inacabado, los autores coinciden
respecto de los déficits del presidencialismo. La rigidez del mandato y la
ausencia de fusibles en las crisis, el carácter de "suma cero" del
sistema que desincentiva los acuerdos, la tendencia a necesitar de mayorías
para funcionar (excluyendo a las opiniones minoritarias), la dificultad para
procesar los cambios de preferencias del electorado y una brutal
personalización del poder que hace que el destino de todo un país dependa de la
voluntad de una persona. En consecuencia, cuando ésta pierde la adhesión
popular, el enorme poder presidencial se volatiliza rápidamente. Desde ya, un
sistema de estas características es incapaz de promover la deliberación pública
o el diálogo entre iguales.
Lo poco racional que resulta la concentración del poder en
una sola mano se evidencia una vez más en la situación actual. Seriamente
preocupados por la delicada coyuntura económica, la única solución que ofrecen
muchísimos actores políticos y sociales es que la Presidenta
"escuche", "consulte", "dialogue",
"acuerde", "cambie". Y está bien, no hay otra salida en
nuestro régimen, para mal o para bien nuestro futuro depende, ahora y en el
porvenir, de una persona: el presidente. Con lo cual no hay garantías sólidas
de que no volvamos a repetir la misma historia.
Por supuesto que se me dirá, con razón, que la cuestión
resulta mucho más compleja. Un sistema político está integrado por otros
elementos, como el electoral y el régimen de partidos políticos. Tampoco es
ajeno el factor cultural y las prácticas o costumbres. Pero una discusión seria
del problema institucional argentino, que no se limite a repetir banalmente
lugares comunes, no puede dejar afuera el análisis de nuestro régimen de
gobierno.
Phil Connors recién pudo salir del día de la marmota cuando
decidió emprender cambios sustanciales en su forma de ser.
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