Federico Vázquez | Martes 11 de febrero de 2014
"Declaro inaugurados los XXII Juegos Olímpicos de Invierno
de Sochi" dijo el viernes pasado Vladimir Putin. Sin embargo, estos juegos no
parecen estar embriagando de espíritu deportivo a la comunidad internacional
sino que, muy por el contrario, se convirtieron en excusa para hablar pestes
del gobierno de una Federación Rusa que, tras veinte años de crisis, vuelve a
mostrar su músculo.
Los ataques son variados y van desde cuestiones bien
sensibles (y repudiables) como la ley que prohíbe la "propaganda de relaciones
sexuales no tradicionales", apoyada por la poderosa Iglesia Ortodoxa Cristiana,
hasta innumerables denuncias de corrupción gubernamental. La más estrambótica
señala que Putin tiene, como fortuna propia, 40.000 millones de dólares, lo que
lo convertiría en el quinto hombre más rico del mundo a pocos escalones de Bill
Gates. A eso se suma la insistente alarma por los atentados terroristas y las
calculadas declaraciones de Obama, diciendo que Putin "quiere parecer un tipo
rudo para cuando vuelve a su país", bajándole el precio a la imagen de
negociador difícil que tiene el Presidente ruso en el mundo diplomático.
A todo esto, hay que sumarle otra muletilla mediática que
señala a estos Juegos como un salvavidas que Putin estaría usando internamente
para solidificar apoyos, barrer con opositores y sobre todo construirse una
imagen "agradable" en el exterior. Es decir, un país en crisis que utiliza unas
Olimpíadas de Invierno para ver si sale a flote.
Hay otras formas de entender el asunto. O al menos,
complejizar un panorama que, desde los medios y agencias de noticias -casi sin
excepciones- se presenta como una verdad revelada.
Lo primero que hay que señalar es que, amén de los obvios
usos que los gobiernos hacen de los acontecimientos deportivos de esta
envergadura, las celebraciones olímpicas o los mundiales de fútbol suelen
reflejar momentos de auge de los países anfitriones más que de crisis. Hagamos
un repaso de algunos cercanos en el tiempo: las olimpíadas de China en el 2008
coincidieron con la consolidación del gran país asiático como potencia
comercial mundial, después de décadas de crecimiento acelerado. Los Juegos de
Beijín funcionaron así como la corroboración deportiva de que el gigante
asiático era una potencia mundial de primer orden. Un poco más atrás en el
tiempo, los Juegos de 1992 en Barcelona coincidieron con el inicio del boom
español, los 500 años de la conquista de América terminaron de darle un tono de
épica ibérica a esos Juegos y la capital catalana ya experimentaba el auge de
consumo y burbuja inmobiliaria que estallaría más de una década después. Lo
mismo puede decirse del Mundial: no parece casual que Brasil, quien adquirió en
los últimos años una relevancia económica y política inédita en su historia
como parte de un selecto grupo de países emergentes, sea la inminente sede
futbolística, y, en dos años, de los propios Juegos. Son, tal vez, casos muy
evidentes de coincidencia entre la organización de un evento deportivo de
escala mundial y bonanza interna pero, en definitiva, resaltan por la ausencia
de casos contrarios (¿Podría pensarse al Mundial del 78´ organizado por la
dictadura argentina como un extraño ejemplo de gobierno "cercado" que busca
legitimación internacional en el futbol?)
Como sea, los Juego de Sochi en Rusia marcan un momento muy
especial de la ex república socialista, que después de veinte años de crisis
interna y ostracismo internacional, emerge como un actor político vigoroso. Las
razones que explican este presente pueden servir de pista de por qué se ha
formado un coro internacional tan crítico con la tierra en la que triunfó la
primera revolución obrera.
El 2013 fue un año bastante especial: según el ranking del
Banco Mundial (que mide el tamaño del PBI con relación al poder adquisitivo)
Rusia se convirtió en la mayor economía de Europa, superando por primera vez a
Alemania. El auge de los últimos tiempos se vincula directamente con el
crecimiento de la producción y exportación de petróleo. El año pasado se batió
el récord post-soviético. Rusia llegó a producir algo más de 10,5 millones de
barriles por día. El punto más alto sigue siendo 1987, cuando la entonces Unión
Soviética superó los 11 millones.
Esta recuperación no se debe sólo a los precios
internacionales, que crecieron enormemente en la última década: Putin tuvo una
política de recuperación de las empresas públicas de energía muy definida. En
el 2003 su gobierno acusó de evasión fiscal a Mijail Jodorkovski, que por
entonces era el dueño de la mayor empresa de petróleo del país, Yukos, nacida
diez años antes en medio de la fiesta privatizadora de la era Yetsin. Un año
después, en 2004, la empresa Rosfnet, con mayoría estatal, absorbió a Yukos y
pasó a tener buena parte de la producción petrolera del país. El año pasado, al
comprar otra gran compañía, TNK-BP, se consolidó como la empresa de petróleo
más grande del mundo, concentrando el 40% de la producción petrolera de Rusia.
Después de diez años en prisión, en diciembre pasado Putin indultó a
Jodorkovski, cuando le faltaban pocos meses para cumplir la pena. El ex
"oligarca" sale de la cárcel con los bolsillos vacíos: su imperio privado fue
disuelto y con él, la influencia política que había logrado tener durante la
transición post soviética.
Obviamente, esta recuperación del patrimonio estatal se
traduce en mucho millones de dólares que entran a las arcas de la Federación
Rusa, lo que está permitiendo modernizar parte de su industria y mantener con
vida una infraestructura gigantesca que quedó en estado de coma después de la
disolución de la URSS. Para imaginar el escenario: el Estado ruso, aún después
del desguace de los años 90 tiene más de 1600 aeropuertos en todo el país y una
red de ferrocarriles con 1,2 millones de trabajadores y 85.000 km de vías. A lo
que habría que agregar una serie de empresas industriales que necesitan de
grandes inversiones para no quedar obsoletas. Entre ellas, las ligadas al
aparato militar, que no casualmente tuvo un incremento del 18% el presupuesto
del año pasado.
Pero el renovado poder económico ruso también tuvo un
impacto en la geopolítica mundial. Después de años de marginalidad, el gobierno
ruso logró interceder con éxito en la crisis de Siria, donde todo indicaba que
los EEUU volvían a batir los tambores de una invasión directa. Por primera vez
desde los tiempos de la Guerra Fría, una negociación directa entre el Kremlin y
la Casa Blanca detuvo lo que parecía inevitable.
Sin agotar el inventario, otro emergente del nuevo poder de
Rusia es la disputa cada día más abierta con la Unión Europea por la influencia
sobre Ucrania. Este país es, por lejos, el más grande de todo el espacio que se
conoce como "Europa del este" y tiene el rol clave de tener los ductos de gas
que calientan a buena parte de Europa occidental. Hasta hace unos años, Rusia
veía cómo sus antiguos satélites se alejaban para incorporarse a la OTAN y la
Unión Europea: entre 1999 y 2004 diez repúblicas que antes eran firmantes del
Pacto de Varsovia, cambiaron de bando (Hungría, República Checa, Polonia,
Rumania, entre otros). La extensión del pacto militar de Estados Unidos y
Europa llegó así a las puertas de Rusia, lo que vuelve todavía más fundamental
para los intereses rusos que Ucrania no se sume a esa lista.
Por el contrario, la crisis de la Zona Euro, la debilidad
económica norteamericana y el ascenso de otro eje de poder con China, hace que
la recuperación económica y geopolítica de Rusia se convierta en una luz de
alarma en momentos donde el rumbo de las economías capitalistas centrales aparece,
por lo menos, en duda.
Así, Rusia necesita mostrar fortaleza para que Occidente no
siga avanzando en su vieja zona de influencia, y Occidente mira con recelo el
retorno de un polo de poder que creía definitivamente derrotado.
Para el que piense que el escenario de los Juegos Olímpicos
de Invierno no da la talla para metaforizar un enfrentamiento político serio,
el recuerdo está ahí nomás: en 1980 Moscú organizó las únicas Olimpíadas en un
país socialista, pero EEUU junto a un grupo de países (entre los que estaba
Argentina) boicoteó la convocatoria y no participó. Se oponían, formalmente, a
la invasión soviética en Afganistán, donde el Ejército Rojo combatió, sin
éxito, a los grupos islámicos extremistas que, veinte años después, serían
bombardeados por los propios Estados Unidos.
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