Federico Vázquez | Miércoles 05 de febrero de 2014
Las elecciones llevadas a cabo este último fin de semana en
El Salvador y Costa Rica muestran que el clima de época que caracteriza a la
región desde hace ya más de una década, vinculado con el ascenso de fuerzas
progresistas y de izquierda, se sigue verificando, más allá de los augurios
sobre el cierre de una época.
Hace 22 años, el "comandante Leonel González" bajaba de las
montañas para suscribir un Acuerdo de Paz con el gobierno, poniendo fin a la
devastadora guerra civil salvadoreña. En el día de ayer, esa misma persona, que
en verdad se llama Salvador Sánchez Cerén, maestro, dirigente sindical y uno de
los líderes de las Fuerzas Populares de Liberación "Farabundo Martí" durante
los años 80´, ganó holgadamente las elecciones presidenciales de El Salvador.
El Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí (FMLN)
logró el 48,9% de los votos, mientras que el partido de ultra derecha Alianza
Republicana Nacionalista (ARENA), reunía exactamente diez puntos menos. El sistema
electoral salvadoreño estipula que si ningún candidato logra sacar más del 50%
de los votos, sea cual sea la diferencia entre ellos, se debe ir a una segunda
vuelta, a realizarse el 9 de marzo próximo.
La diferencia hace suponer que la segunda vuelta será poco
menos que simbólica. Sin embargo, en esta elección también surgió una tercera
fuerza, Unidad, que gira en torno al ex presidente Tony Saca. Obtuvo el 11% de
los votos, prácticamente la diferencia entre los dos principales candidatos, lo
que hizo que muchos lo acusaran de ser el responsable de dividir el voto
conservador, y facilitar el triunfo del FMLN. Saca fue el último presidente de
ARENA, que en el 2009 entregó el gobierno al progresista Mauricio Funes. Poco
después rompió con su partido, llevándose a varios legisladores. A pesar de
esta división objetiva de la derecha, el FMLN consiguió por sí solo bordear la
mitad del electorado y le alcanza con sumar apenas treinta mil votos para
asegurarse otros cinco años en el poder.
POR QUÉ GANÓ EL FMLN
La pregunta es válida, porque este pequeño país
centroamericano pasó casi sin solución de continuidad del azote de la guerra
"interna" a una democracia condicionada cada vez más por las organizaciones
delictivas (las famosas "maras") que controlan parte del territorio y disputan
-con éxito- el monopolio de las armas al Estado. A eso hay que sumarle una
dependencia enorme económica y migratoria respecto a los Estados Unidos, que se
resume en un sólo número: el 16% del PBI de El Salvador son las remesas de
dinero que envían los emigrados a su país de origen.
En este marco, el triunfo de un partido de izquierda con la
trayectoria del FMLN adquiere una relevancia muy intensa. Las razones que lo
explican son varias, algunas sorprendentes para una fuerza progresista:
Desde el 2009, en la anterior elección presidencial, el FMLN
había logrado, por primera vez en la historia, acceder al gobierno. Lo que no
había logrado mediante la revolución armada, llegaba por las urnas. Sin
embargo, no lo había hecho en forma directa, sino a través de un candidato
extra partidario, Mauricio Funes, un periodista de la televisión, prestigioso y
digerible para los sectores medios urbanos, que con un discurso moderado logró
romper la hegemonía política de la derecha, que había gobernado el país
prácticamente durante todo el siglo XX.
El gobierno de Funes inició varios programas sociales de
ayuda, inspirados en la política del PT brasileño (la mujer de Funes, Wanda
Pignato, es brasileña y tiene fuertes vínculos con el partido de Lula). Aumentó
las partidas para educación (del 2,8% al 3,45%
del PBI) y de salud (del 1,7% al
2,4%). También hubo una reducción del analfabetismo, a partir del lanzamiento
del Programa Nacional de Alfabetización que, de hecho, fue impulsado por el
propio Salvador Sánchez Cerén, cuando era ministro de Educación, al comienzo
del mandato de Funes.
LA SEGURIDAD, UN TEMA DE LA IZQUIERDA
Pero lo que tal vez resulta más interesante es que buena
parte del triunfo se explica por la política de seguridad del gobierno
progresista. Frente al crecimiento de las maras y el aumento exponencial de la
tasa de homicidios y violencia, el gobierno de Funes se vio ante el dilema de
repetir las fórmulas de la derecha o arriesgarse a inventar otro camino. En vez
de insistir en las bien publicitada pero ineficaz "mano dura" (en El Salvador
la derecha llegó a tener como slogan "la súper mano dura"), el gobierno de
Funes comenzó una negociación entre las dos bandas más grandes del país, la
Salvatrucha y Calle 18. A comienzos de
2012, comenzaron los contactos y el intercambio pasó por trasladar a algunos
cabecillas de las cárceles de máxima seguridad a otros centros penitenciarios
del país. Entre el 8 y el 10 de marzo de ese año, treinta presos que
constituían los mandos superiores de estas organizaciones fueron trasladados.
La devolución del favor fue casi inmediata: a fines de mes la Policía Nacional
informó que los asesinatos habían bajado un 40%.
Esto no significa un proceso de desarme por parte de estos
grupos, ni un mayor avance del Estado en el control del territorio sino, más bien,
una baja en la conflictividad entre las bandas. Lo que antes era una guerra
abierta, en medio de los barrios, ahora se convirtió en un acuerdo de respeto
por el lugar que ocupa el otro. La envergadura de esta "pacificación" es tal
que superó, en poco tiempo, a las fronteras de El Salvador. Un año después el
acuerdo -aún más explícito- se repitió en Honduras. Ahí, un representante de
Calle 18, declaró: "el diálogo es con el gobierno, nosotros vamos a respetar al
otro grupo (la mara Salvatrucha) y ellos van a respetarnos a nosotros, vamos a
respetar los territorios y a darse buenos resultados". El discurso, cercano al
de un político en campaña, muestra en qué nivel está la instalación de una
violencia sistémica y paraestatal en estos países.
Volviendo a El Salvador (que hasta hace poco ostentaba el
índice de asesinatos por habitante más alto del mundo, entre los países que no
tienen una guerra declarada), este nuevo enfoque sobre la "seguridad", puede
entenderse como el comienzo de un segundo proceso de paz. Tal vez más complejo
y trabajoso que el de 1992, donde los odios y enfrentamientos asumían, al
menos, las formas de un enfrentamiento ideológico y social, donde la disputa
era por el control del Estado y los actores podían reconocerse, a pesar de todo,
como representantes de intereses contrapuestos.
Por eso mismo, el desafío del primer gobierno de la
izquierda salvadoreña fue comenzar a tratar a estos grupos, ya no como simples
"criminales" sueltos, sino como estructuras de poder concretas, con las cuales
es necesario tener escenarios de negociación (por más que públicamente el
gobierno siga negando cualquier acuerdo explícito con las maras), para bajar
los niveles de violencia cotidiana en las calles. Desde este enfoque, el
problema de la violencia puede entenderse como producto de la sociedad, antes que
como un fenómeno "externo", al que sólo hace falta "extirparlo" mediante la
represión. Habría que agregar que el fenómeno de las maras (al igual que el de
las drogas) tiene una terminal en Estados Unidos, donde está el dinero, el
consumo de estupefacientes y sus negocios derivados.
COSTA RICA, Y EL FIN DEL BIPARTIDISMO
Ampliando el foco, el triunfo del FMLN supone la
consolidación de los gobiernos progresistas en América Central y el Caribe. Por
ejemplo, para el gobierno sandinista de Nicaragua resulta relevante mantener a
un viejo amigo de ruta, desde los tiempos de la insurgencia revolucionaria y es
de suponer que la influencia de Venezuela en la región aumente con un gobierno
aliado.
Con un vuelco ideológico menos pronunciado, también hubo
cambios en Costa Rica. Este país, que no tiene ejército y que logró una
estabilidad política inédita en la región (desde 1948 no tuvo interrupciones
militares), quebró finalmente un largo período de bipartidismo cerrado. Con un
30% de los votos, Luis Solís le ganó al candidato oficialista, Johnny Araya. El
triunfo de Solís emerge ante el descontento por las políticas cada vez más
neoliberales de los gobiernos costarricenses, que quebraron la tradición
socialdemócrata que tenía el país. Además, en tercer lugar, apareció una candidatura de izquierda, encarnada en
José Villalta, que si bien quedó fuera de la segunda vuelta, cosechó un 17%, lo
que lo ubicará como árbitro en el Congreso Nacional, donde tendrá una bancada
nutrida.
En definitiva, el caso de Costa Rica, con el tono de
moderación que tiene en su tradición histórica, está mostrando un cambio
profundo en su sistema político, donde el bipartidismo aparece minado por
nuevas fuerzas que van de la socialdemocracia a la izquierda, acompañando así
el contexto político que sigue siendo preponderante en América latina.
Extendiendo el latiguillo de uso local, las elecciones en
América Central -a las que habría que sumar la victoria de Bachelet en Chile-
confirman que el "final de ciclo" de los gobiernos posneoliberales sigue
siendo, antes que nada, una expresión de deseo.
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