La realización del referéndum, recientemente aprobada por el
Parlamento catalán, sobre la independencia, o no, del estado de Cataluña de
España es una muestra de cómo una idea que tiene cientos de años va tomando,
cada vez, más fuerza de verdad y realidad.
El jueves pasado, el Parlamento catalán dio un paso más
hacia su consolidación como estado independiente aprobando por amplísima
mayoría un pedido a la cámara de Diputados de España para que autorice a los ciudadanos
de Cataluña a votar en un referéndum donde se dirima la independencia o no de
la hasta ahora "comunidad autónoma". La iniciativa jamás vendrá aprobada desde
Madrid, donde los partidos españoles mayoritarios (PP y PSOE) se oponen a
cualquier referéndum sobre la cuestión. Pero la lectura política es obvia: de
esta manera los catalanes siguen avisando que van en serio con la cuestión y
ponen presión al gobierno de Rajoy.
Suena extraño, casi inverosímil, pero en España cada vez son
más los que admiten como una posibilidad seria que la región de Cataluña
termine consolidando su independencia.
No se trata de una elucubración de los pasillos de la
política: la cuestión está ahora en el debate cotidiano de los catalanes, que
vienen dando muestras claras de querer la emancipación. En el 2013, se calcula
que unas 400.000 personas participaron de la Vía Catalana, una cadena humana
que cubrió 400 km continuados del norte al sur de la región. Algo que también
se refleja a la hora de votar: en las últimas elecciones para el parlamento
regional, la mayoría se inclinó por partidos catalanes con un claro discurso
separatista.
Una eventual independencia catalana abre un interrogante
sobre si sería beneficioso o no para Cataluña. Pero lo que está fuera de duda
es que tal suceso sería un desastre para
España. El PBI ibérico caería un 20%, su población se reduciría un 10% y el
territorio un 6%. Detrás de los catalanes, probablemente sacarían la bandera
soberana los vascos. Es decir, España quedaría reducida a sus regiones menos
prósperas y con un peso específico como nación muy disminuido.
¿Por qué ahora? La respuesta más inmediata es vincular este
despertar nacionalista con la crisis europea que, desde el 2008, se ensañó con
particular intensidad contra España. Aumento del desempleo, de la pobreza,
recortes varios a los beneficios sociales, en un marco de seis años corridos de
recesión o crecimiento casi nulo son una buena plataforma. Y en esa coyuntura,
se hizo muy popular recordar que Cataluña es la región que más aporta al fisco
español y que, comparativamente, menos recibe.
Claro que estas cuentas de almacenero son siempre
sospechosas porque recortan la realidad económica local de la dinámica nacional
y alimentan el discurso reaccionario que se opone a cualquier distribución
geográfica de la riqueza, pero tienen su productividad política, no cabe duda.
¿Acaso no son los mismos argumentos que suele partir de los despachos del
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que si no pueden tener mayor impacto es
porque la identidad "porteña" está lejos de equipararse a un nacionalismo?
Sin embargo, la crisis económica europea y española, si
sirvió para caldear más los ánimos, no creó el sentimiento independentista
catalán. Como suele pasar en estos casos, la historia es vieja: desde el 11 de
septiembre 1714, cuando un largo asedio a la ciudad de Barcelona terminó con la
entrada triunfal del ejército de Felipe V, la dinastía borbónica sojuzgó a
Cataluña, que a partir de ese año vio abolidas sus instituciones de gobierno
soberano. El dato no es puro enciclopedismo: este 2014 se cumplen 300 años
desde el fin de la independencia catalana y las manifestaciones populares
pidiendo que sea el último prometen ser enormes. Más que eso: la promesa de los
políticos catalanes es que lo catalanes podrán votar y así decirle al resto de
España y al mundo que la mayoría quiere, sin más, la independencia. La
estrategia es clara: si queda en evidencia la voluntad popular, va a ser muy
difícil que el camino de la emancipación no se abra.
Pero hay una historia más "corta" y es que, en verdad, la
transición democrática nunca terminó en España, y la cuestión de los
nacionalismos irresueltos (además del catalán, también aparece con fuerza el
vasco, apenas en sordina por la desprestigio de la experiencia armada de ETA de
los últimos años) tuvo una salida parcial, que nunca terminó de convencer a los
protagonistas, con la formación de las comunidades autónomas.
Como todo proceso complejo y contradictorio, el
establecimiento de las autonomías, después décadas de una dictadura
"castellanizante" que intentó barrer con todas las identidades que no fueran la
España monárquica y católica, permitió por contraste, el reforzamiento de los
nacionalismos. En ese sentido, los que hoy se oponen a la independencia,
señalan que el sistema educativo catalán, hijo de la reforma autonómica que
permitió impartir la enseñanza en su idioma, funcionó durante todos estos años
como un arma de "adoctrinamiento" para las nuevas generaciones.
Pero el señalamiento a la transición democrática española es
polisémico: se entroncan allí la cuestión de la relación del estado español y
los nacionalismos, como también las bases económicas del posfranquismo ( el
"moncloísmo" de la transición funcionó como un gran acuerdo social entre
empresarios, sindicatos y gobierno). La crisis actual parece estar dinamitando
ambas herencias, haciendo crujir aquellos acuerdos que hace 30 años llevaron al
país a un lugar nuevo, pero hoy aparecen como cadenas que impiden pensar y
gestionar los problemas actuales.
Tal vez por eso surge, aunque aún tímidamente, la idea de
algún tipo de instancia "constituyente" que vuelva a marcar un horizonte para
el futuro de España. Sin ir mas lejos, la propuesta del PSOE sobre cómo
resolver las ansias catalanas apunta a reconstruir el Estado español desde una
perspectiva "federal", tomando el modelo alemán o norteamericano, donde las
injerencias del poder central son mínimas en los asuntos regionales.
Pero esta modificación necesariamente implica un cambio
constitucional, y es ahí donde los sectores conservadores del PP se oponen,
azuzando los peligros de abrir un caja de Pandora, donde mediante la discusión
"federal" terminen entrando otros debates, como el modelo económico, la
vigencia de la monarquía, la vinculación con Europa, etc. Temas que en un
contexto de crisis y con una sociedad desencantada, pueden derivar en cambios
que vayan en una dirección opuesta al status quo.
El propio diario El Mundo, de tendencia marcadamente
conservadora, difundió hace pocos días una nueva encuesta, donde por primera
vez,
son más los españoles que dicen "no" a la monarquía como forma de Estado
que los que la apoyan. La reciente embestida del gobierno de Rajoy contra el
derecho al aborto (que se había sancionado en el 2010), también parece ir a
contramano de los deseos mayoritarios:
una encuesta muestra que esta
iniciativa, por sí sola, estaría haciendo perder varios puntos al PP.
Este 2014 aparece como un año clave, tanto para el proceso
catalán como, en general, para la salud del conjunto de instituciones españolas
que se abrieron paso desde la transición democrática.