Federico Vázquez | Miércoles 15 de enero de 2014
Desde que el Gran Gasoducto del Sur que iba a unir
Venezuela, Brasil y Argentina fue desinflándose hasta perderse en las brumas de
la inviabilidad fáctica, el continente no tenía una noticia tan faraónica:
Nicaragua tendrá en pocos años un canal interoceánico comercial, similar al de
Panamá.
El anuncio lo hizo el propio presidente Daniel Ortega, junto
a un ignoto empresario chino al que se le adjudicó la descomunal obra. El
proyecto, cuya novedad de estos días es que arrancaría sus obras este mismo
año, tiene aspectos de la más pura racionalidad económica y otros de obvia
incumbencia geopolítica. También arroja preguntas sobre los logros tangibles de
la integración regional: el gobierno sandinista cerró un acuerdo que cambiará
su matriz económica y la de toda Centroamérica sin pasar por ninguna instancia
de acuerdo regional, sin la participación de otros países, y sin siquiera el
involucramiento de empresas latinoamericanas. El sueño del Canal propio tiene
así una factura del siglo XIX: un pequeño país haciendo negocios con una
potencia económica mundial, que busca la forma más barata de que lleguen
mayores volúmenes de materias primas a sus puertos.
No se trata de ver traiciones al sueño bolivariano: el
gobierno de Ortega es parte del Alba, el acuerdo político-comercial que
comparte con Venezuela, Ecuador y Bolivia, pero también construyó una relación
intensa con Brasil en los últimos años y fue uno de los pocos gobiernos
centroamericanos que intentó dar vuelta el golpe de Estado en Honduras durante
2008. Lo que queda en evidencia, más que agachadas políticas, es la
persistencia de límites muy ostensibles para un desarrollo económico autónomo.
Hay, evidentemente, una distancia entre los discursos integracionistas y las
herramientas constantes y sonantes con que cuentan los gobiernos para llevar
esas intenciones a la práctica.
La necesidad de ir a buscar al gran socio oriental se
entiende con sólo mirar algunos números. Según estimaciones que circulan en los
medios de comunicación, el costo de la obra ronda los 50.000 millones de
dólares. El año pasado, el PBI de toda Nicaragua apenas alcanzó un cuarto de
esa cifra.
La factibilidad económica del proyecto parece, en principio,
robusta: año tras año se suman nuevos y gigantes buques que trasportan las
mercancías que se intercambian en el mundo. Islas gigantes de contenedores
llenos de soja, televisores o autopartes. Cada año, el comercio mundial trata
de pasar estos enormes camellos por unas pocas ranuras de aguja. El canal de
Panamá, el de Suez y otros pocos pasos de relevancia permiten acortar las
distancias que se tenían hace 500 años. Así, el paso por Panamá se encuentra
cada año con una mayor exigencia: hace diez años se trasportaban por mar 6.351
millones de toneladas de mercancías. El año pasado, esa cifra llegó a las
11.500 toneladas.
Pero además, para poder sostener ese incremento en el
volumen del comercio marítimo, las empresas constructoras agrandan cada vez más
los portacontenedores. El salto es abismal: desde 1996 se triplicó el tamaño de
los buques y se espera que la tendencia vaya en aumento. Un mayor tamaño no
sólo permite acompañar el crecimiento del comercio, sino que lo vuelve más
eficiente, ahorrando combustible, logística, acarreo en puertos, etc. Las
dimensiones del canal de Panamá -a pesar de las obras que se están realizando
para permitir un mayor calado- son propias de un paso pensado para las
necesidades de comienzos del siglo XX.
Pero la proyectada construcción de un nuevo canal en
Nicaragua tiene implicancias que van más allá de las necesidades de tonelaje de
la industria naviera.
El canal de Panamá funcionó como un enclave comercial
controlado por Estados Unidos, tanto que la propia "independencia" del istmo
respecto de Colombia coincidió con el comienzo de las obras para concretar el
paso interoceánico, allá por 1902. La devolución de la soberanía recién se
produjo a fines del siglo pasado. En ese sentido, el canal fue una pieza
coherente dentro del esquema de hegemonía comercial y política de EEUU en
América latina.
La construcción de un nuevo paso, donde las figuras
protagonistas son un empresario chino y un gobierno de izquierda da cuenta de
un tablero geopolítico modificado, donde el mayor ruido está en la ausencia
norteamericana. Hace unos años atrás hubiera sido impensable que una decisión
de esta envergadura no tuviera el visto bueno explícito de Washington. A pesar
del silencio oficial, cierta incomodidad norteamericana puede rastrearse
mediante las declaraciones de usuales voceros periodísticos, como Andrés
Openheimer, quien suspendió su convicción por la autorregulación de los
negocios, y pidió a Ortega "que convoque
a un referéndum -tal como lo hizo Panamá (para la ampliación de su canal) - y
pregunte a los nicaragüenses si el proyecto es legal y ambientalmente
saludable".
Desde varios lugares -en general insospechados de
preocupaciones ambientales y aún menos de soberanías nacionales- salieron
críticas al emprendimiento. La más pintoresca tiene que ver con el origen del
empresario chino, Wang Jing, quien recibió la adjudicación por las obras y la
administración del canal. No faltan datos brumosos: el empresario no tiene
ninguna experiencia en el rubro marítimo ni en grandes desarrollos de
infraestructura. Por el contrario, lo que se sabe de él es que es un pujante
hombre de negocios vinculado a las telecomunicaciones, con presencia en varios
países asiáticos. Parece un prototipo de la nueva elite oriental: amasó su
fortuna rápidamente (tiene sólo 41 años) y sus vínculos con el gobierno chino
son tan obvios como implícitos. En la web del holding que construirá el canal
no aparece ninguna referencia a China ni a su gobierno, y tiene todas las
marcas de la "occidentalización" de los negocios que emprendió China hace ya
varias décadas.
Esta forma de presentar el proyecto del canal -como una obra
puramente basada en la necesidad comercial, sin implicaciones políticas- dice
más de la estrategia china de relacionarse con los espacios tradicionalmente
ligados a EEUU que otra cosa. China parece querer desplazar todo lo que pueda
en el tiempo cualquier roce político con la principal potencia del mundo. Como
si fuera un contraespejo de la lógica de la guerra fría del siglo XX (¿Cómo un
aprendizaje del fracaso de la URSS?), China avanza comercialmente, con las
reglas de occidente, y ubica la disputa con EEUU exclusivamente en ese terreno,
sin traducir esos pasos en injerencias de tipo ideológico, cultural o
diplomático. Lo cual no quiere decir que todos estos avances no signifiquen, al
final de cuentas, un cambio en la correlación de fuerzas entre la primera y la
segunda economía del mundo. Más bien, todo lo contrario.
Volvamos al pequeño país centroamericano, que en medio de
estas mareas internacionales, intenta encontrar en el Canal un bono que lo
saque de la pobreza. El enclave portuario será como implantar una economía
entera -con sus reglas, relaciones, intereses- sobre la ya existente. De más
está decir que la economía del Canal será varias veces más relevante que la del
resto del territorio nicaragüense, limitado a la producción primaria y las
fábricas maquiladoras de textiles de baja calidad. El desafío es el acople de
esos dos mundos divergentes. Algunas pistas parecen mostrar que la mirada del
gobierno sandinista está puesta en que los beneficios excedan el cobro del
peaje a los buques internacionales: a días de conocerse la aprobación del
proyecto, se anunció que las universidades del país incorporarían carreras
vinculadas a la ingeniería naval y portuaria. También comenzaron a viajar
delegaciones de empresarios nicaragüenses a China, para conocer el conjunto de
empresas subsidiarias que tendrán adjudicaciones en las obras. La intención es
no repetir la historia panameña y vincular el canal a alguna forma de
desarrollo nacional, todavía incierto.
Al mismo tiempo, las condiciones que se conocieron del
acuerdo entre la empresa constructora y el gobierno nicaragüense, también
muestran esa intención soberana tanto como las dificultades para ponerle
condiciones al negocio multimillonario. La concesión es por 50 años, renovables
por otro medio siglo. Durante todo ese lapso de tiempo, Nicaragua irá
recuperando en "cuotas" la propiedad sobre el canal. A partir del décimo año de
funcionamiento, comenzará a recibir un 10% de las acciones, acumulativos (a los
veinte años tendrá el 20% y así). Durante la primer década, el país apenas
recibirá un ingreso cuasi simbólico de 10 millones de dólares por año. Todos
los gastos y la responsabilidad en la construcción, mantenimiento y
funcionamiento, será por cuenta de la empresa.
La pregunta que queda flotando es, nuevamente, cuál será el
rol del resto de la región de aquí en más. La construcción de una segunda vía
para pasar directamente del Atlántico al Pacífico cambiará varias ecuaciones
comerciales. La vinculación con los países de Asia será más intensa, porque
será más rápido -y por ende más barato- comerciar con ese continente. Que eso
no termine reforzando el actual esquema de vendedores de materias primas e
importadores de bienes manufacturados, ya no vinculados a EEUU y Europa, sino a
China, aparece como el desafío más importante de los próximos años.
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