Federico Vázquez | Miércoles 25 de diciembre de 2013
El análisis de tres contextos políticos regionales, como
Brasil, Venezuela y Chile, permiten entender que la supuesta continuidad que se
manifiesta en las elecciones no es unidireccional: en todo caso, es un punto de
partida para nuevos desafìos.
Dentro de diez meses Brasil tendrá elecciones presidenciales
y Dilma Rousseff encabeza las intenciones de voto para un cuarto gobierno
consecutivo del PT. Hace pocas semanas, Nicolás Maduro logró el primer triunfo
electoral "propio", después de la votación de abril pasado donde había ganado
un por margen mínimo y con el trasfondo de la muerte de Hugo Chávez todavía muy
cercana. Este mes, el gobierno
bolivariano cumplió 15 años de gestión. El domingo pasado, el triunfo de Michelle
Bachelet confirmó lo que ya era un hecho: la derecha chilena se despide de su
breve paso por la Moneda y las fuerzas progresistas (esta vez con el Partido
Comunista dentro) vuelven a ser oficialismo.
Sin embargo, este pantallazo regional no debe llamar a
engaño: no estamos ante una continuidad sin más de los procesos abiertos hace
más de una década en los países latinoamericanos.
Existen señales, presentes en casi todos los países, que dan
cuenta de una nueva etapa. El éxito -siempre relativo- de las agendas
gubernamentales de la década pasada, invitan también a renovar las recetas de
gestión que hasta ahora funcionaron. Lo que desconcierta a muchos es que este
cambio de pantalla no viene acompañado por un cambio en las preferencias
políticas de los electorados sudamericanos. Más bien todo lo contrario. Veamos.
A mediados de año, las calles de las principales ciudades de
Brasil presenciaron movilizaciones gigantescas, un hecho desacostumbrado para
un país con una historia de manifestaciones sociales muy débil. Con demasiada
rapidez, se asumió que las protestas eran hijas de una sociedad que había
cambiado de agenda, que ahora tenía demandas más "sofisticadas", donde podían
mezclarse reclamos por el transporte urbano con el repudio a los casos de corrupción
política. La "nueva clase media" brasileña aparecía como sepulturera del
gobierno que la había engendrado, rezaba la sentencia. Por suerte, la respuesta
desde la gestión de Dilma estuvo lejos de esos devaneos analíticos: desde el
mes de julio desembarcaron miles de médicos (en su mayoría cubanos) en zonas
urbanas pobres y zonas rurales recónditas del país donde la atención sanitaria
es entre escasa e inexistente. El programa Mais Médicos contó con la previsible
oposición política (y de los gremios de médicos), pero en menos de seis meses
los resultados fueron contundentes: hoy el 84% de la población aprueba la
iniciativa, que en poco tiempo logró desplegar un sistema de asistencia médica
básica en 1099 municipios en todo Brasil. Ya se habla de un efecto
político-electoral similar al que tuvo el Bolsa Familia, lo que estaría
confirmándose en el apuro con que el candidato opositor Aécio Neves (PSDB)
salió a aclarar que, de ser elegido presidente, "mantendría el programa". La
masificación y aceptación social de Mais Médicos abrió las puertas para
discutir la carrera de medicina en Brasil, históricamente volcada a la
formación de profesionales de clase media alta, que luego intentan realizarse
laboralmente en ese mismo círculo social. La interpelación a los jóvenes
universitarios "indignados" que se movilizaron en junio se vuelve, así, más
interesante. Aun dentro de la geografía de la política social, la gestión de
gobierno después de una década, necesita encontrar nuevos rumbos, lo cual no
implica alejarse de los objetivos iniciales.
"Mi guerra fue contra el hambre" resumió hace poco Lula, a
modo de aprobación, pero también de clausura de toda una etapa de política
pública. En los próximos años (el año que viene hay un Mundial y en el otro,
los Juegos Olímpicos) Brasil tendrá que mostrar que no sólo supo alimentar a su
gente, sino que generó una dinámica social y económica que torció la historia
heredada del siglo XX.
Después de la muerte de Chávez, Maduro eligió acentuar los
rasgos de liderazgo personal, en un intento de transmutación completa de la
figura del líder de la revolución bolivariana. El experimento, además de
complejo (porque las virtudes personales no se trasladan mágicamente de una
persona a otra) resulta poco estimulante. El propio Chávez, en una de las
últimas reuniones de ministros que presidió, llamó a un "golpe de timón",
entendiendo que a fines de 2012 el gobierno bolivariano necesitaba una revisión
profunda. En esa reunión, Chávez no tuvo palabras condescendientes con las
políticas oficiales que él mismo había impulsado: la falta de eficiencia del
gobierno, las dificultades para generar un proceso productivo, la necesidad de
la autocrítica fueron algunos dardos que tiró contra sus ministros. "Yo soy
enemigo de que le pongamos a todo ´socialista´, estadio socialista, avenida
socialista, ¡Qué avenida socialista, chico!, ya eso es sospechoso. Eso es
sospechoso porque uno puede pensar que con eso, el que lo hace cree que ya,
listo, ya cumplí, ya le puse socialista..", atacó en un tramo particularmente
ácido.
En una segunda lectura, de este discurso de Chávez (y a la
luz del año de gestión que ya lleva Maduro) aparece un problema de poder: toda
la acumulación política del chavismo en estos años, se choca aun con
limitaciones concretas a la hora de conducir a los actores reales de la
economía. En las últimas elecciones, el gobierno pudo capitalizar la baja compulsiva de los precios de bienes de
consumo masivo. Es decir, tuvo éxito en lograr que algunas importantes cadenas
de distribución dieran marcha atrás con una espiral de suba de los precios.
Pero este logro está demasiado lejos de los planes oficiales de crear un
sistema de "comunas" que reorganicen la estructura política del país, con eje
en la propiedad social y estatal. En medio del océano que separa las capacidades
prácticas de las intenciones ideológicas aparece el vaso lleno o vacío del país
petrolero: los ingresos de Pdvsa fueron la base material de un gobierno
distributivo, pero no la palanca para un desarrollo productivo profundo. Sin
caer en estocadas gratuitas, se puede decir que Venezuela muestra que la
acumulación de poder político y de una renta millonaria (dos elementos que ya
quisieran tener otros procesos políticos semejantes) no son suficientes para
dejar atrás los esquemas de dependencia y subdesarrollo.
Tan cierto como esto: Venezuela demostró que el problema de
la sucesión política, anunciada con bombos y platillos como el talón de Aquiles
de todos los gobiernos posneoliberales, no fue un escollo insalvable. Cierta
"institucionalidad" sui generis, permitió una renovación de liderazgos bastante
ordenada (Una foto presidencial de 2005 mostraría a Lula, Néstor, Tabaré y
Chávez. En los cuatro países hoy los presidentes son otros, y el gobierno es de
la misma fuerza política)
En el caso de Chile, el regreso de Bachelet muestra, desde
el prisma de este país "conservador" a los ojos del resto del continente,
también la emergencia de un nuevo ciclo. El paso veloz de la derecha por el
gobierno escenifica un deterioro electoral, tal vez de largo plazo: el país ya
no está dividido en dos, como había emergido de la dictadura de Pinochet. Hoy,
si una mitad se la lleva la vieja Concertación junto a fuerzas de izquierda
aliadas, el resto se reparte en espacios progresistas, independientes,
ecologistas, etc. La derecha pura y dura quedó reducida a un cuarto del electorado,
lo que previsiblemente le impida, en el corto o mediano plazo, seguir siendo un
veto para reformas estructurales. Según los mismos actores de la política
chilena, el demorado cierre de la transición democrática será la tarea del
segundo gobierno de Bachelet. Que hayan aparecido en el moderado vocabulario
chileno palabras como "asamblea constituyente", "sindicalización", "sistema de
pensión estatal", "educación gratuita", muestra que la agenda política entró en
una fase nueva. Otra iniciativa a la que se comprometió Bachelet es una reforma
tributaria que subiría el impuesto a las empresas del 20 al 25%. Con ese
ingreso extra, un 3% del PBI, se propone financiar la gratuidad educativa.
Bachelet puso la vara demasiado alta como para volver a recostarse en las
formas hipermoderadas de su primer gobierno, al menos sin pagar un costo
político de igual envergadura.
Este recorrido desparejo, impresionista, de tres procesos
políticos en países sudamericanos, no muestran un camino unidireccional, ni
mucho menos. Pero sí alcanzan para dar cuenta de sociedades en movimiento,
enfrentadas al espejo de una década que las modificó profundamente. Los usuales
debates intelectuales (en verdad, apenas periodísticos) muchas veces parecen
reflejar una dicotomía engañosa: los ciudadanos sudamericanos no se debaten
entre el rumbo actual o volver a los viejos patrones de ajuste y exclusión. Las
encrucijadas actuales parten desde los logros acumulados en estos años.
Interpelan a esta época y no a otra. Y esa parece ser la razón fundamental para
que los electorados sudamericanos elijan para ese desafío a las fuerzas
políticas que los trajeron hasta esta orilla.
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