Gabriel Di Meglio | Sábado 14 de diciembre de 2013
Los saqueos tienen una historia larga en el país. Vinculados
con la guerra en el siglo XIX, adquirieron un carácter más simbólico a
principios del siglo XX, reaparecieron como efecto de las grandes crisis
sociales de 1989 y 2001, y volvieron a mutar de forma en la actualidad.
Los autoacuartelamientos policiales de estos días dieron
lugar a un tipo de acción que ocupa un lugar destacado en la historia de estas
décadas de democracia: los saqueos. Son terribles para quienes los sufren,
angustiantes para quienes los presencian, y sabemos menos, como siempre, acerca
de qué piensan sobre ellos quienes los protagonizan. Los saqueos han tenido
distintas causas, desde la reacción ante las grandes crisis de 1989 y 2001,
hasta su fogoneo actual por parte de grupos con voluntad de crear caos o que
procuran un corrimiento de la "opinión pública" hacia la derecha. Pero esas
intenciones desestabilizadoras no deben ocultar un dato: que los saqueos han
dejado de ser sorprendentes.
En realidad, tienen una historia larga y cambiante en
nuestro territorio, un tanto olvidada. Sin remontarnos hasta el gran saqueo de
la Conquista o a los episodios coloniales, se puede hacer un racconto desde la
guerra de independencia, cuando ciudades, pueblos y establecimientos rurales
fueron saqueados por ejércitos en campaña que sufrían atrasos salariales y por
lo tanto vivían "del terreno". El saqueo era concebido, siguiendo una antigua
costumbre, como un derecho de los vencedores. Hubo varios saqueos importantes,
habitualmente dirigidos o permitidos por los jefes, de los cuales destacan por
su magnitud el de Santa Fe por parte de tropas porteñas en agosto de 1816, y el
de Salta en septiembre de 1821 a manos de seguidores de Güemes, furiosos por el
asesinato de su líder. En esa época, entonces, los saqueos se ligaban con la
guerra: los protagonizaban regimientos mal pagos, algunas montoneras y también
los malones de los indígenas independientes que cruzaban la frontera, que a la
vez sufrían saqueos de las expediciones militares que atacaban sus tolderías.
Eran diferentes a los de hoy, pero hay un rasgo común: siempre tenían algún
grado de organización, no eran espontáneos sino obra de grupos que se los
planteaban como un objetivo. Eso fue claro en el saqueo que sufrió Buenos Aires
el día después de la batalla de Caseros, en febrero de 1852: soldados del
derrotado ejército de Rosas formaron partidas que atacaron tiendas, lanzando
objetos y ropa a la calle; luego sí se fue sumando otra gente que tomaba esos
bienes (como consecuencia hubo una matanza a cargo de marinos de barcos
extranjeros, vecinos armados y tropas de Urquiza, que fusilaron sin juicio a
centenares de hombres y mujeres)
Más tarde, el fin de las guerras civiles, internacionales y
de frontera terminó con las movilizaciones militares masivas, con lo cual las
oportunidades de saqueo se fueron desvaneciendo. Aunque mirando con cuidado se
perciben reapariciones de la práctica, menos económica y más simbólica: saqueos
a locales judíos en la Semana Trágica de 1919, saqueo de la casa de Yrigoyen
tras el golpe de Estado de 1930, saqueos de grupos antiperonistas en 1955 a
espacios emblemáticos del gobierno depuesto por la fuerza. Podrían rastrearse
más, pero no eran por entonces una forma de acción corriente.
De allí que los saqueos masivos de mayo de 1989 fueran una
sorpresa, ya que además se diferenciaban de cualquier precedente: eran una
reacción a los efectos sociales de las políticas de ajuste de los '70 y los
'80. En medio de la crisis de la hiperinflación se organizaron grupos para
saquear supermercados y tiendas en barrios populares del Gran Buenos Aires,
Córdoba y Rosario (hubo un pequeño rebrote a principios de 1990, eimportantes
saqueos durante el Santiagueñazo de 1993). Algo similar, pero de mayor alcance,
se produjo en la crisis de 2001 en diversas ciudades del país, en medio de la
peor situación social y económica de la historia argentina.
Lo novedoso en los saqueos de diciembre de 2012 y 2013 ha
sido que no se dieron en momentos de grandes crisis como sus antecesores
directos. La cara del hambre, de la necesidad extrema que les otorgaba cierta
lógica ante los analistas en 1989 y 2001, no es la que asoma en la actualidad
detrás de ellos. No alcanza para explicarlos que haya pobreza y desigualdad, no
basta la oportunidad, elementos necesarios pero no suficientes para que se
produzcan. ¿El problema se reduce a la connivencia entre policías y bandas
organizadas? La explicación parece más complicada. Más allá de que los saqueos
se "armen", su recurrencia muestra que los efectos de los años neoliberales no
sólo dieron lugar a los piquetes y los cacerolazos como modos de intervención
política distintos a los previos. Una tercera novedad, aunque tenga
antecedentes históricos, fueron los saqueos. También ellos se convirtieron en
una forma de acción colectiva -devastadora- "disponible" en contextos
diferentes a los de su aparición.
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