José Méndez La Fuente | Lunes 28 de octubre de 2013
La realidad social de nuestros países latinoamericanos se presenta a
través de un lente tan poderoso como lo es cine, la más de las veces de forma cruda, incluso de manera exagerada para algunos. Sin
prostitución, drogas, torturados políticos y sicariatos, un lenguaje tosco y
vulgar, ningún film iberoamericano puede jactarse de serlo. Quitarse aquella etiqueta de encima es difícil,
pues así es como nos perciben afuera. Por
eso películas como "Pelo Malo", recién ganadora del festival de San Sebastián,
son auténticas excepciones.
Una percepción aquella, magníficamente recogida en "Carta poco corta
para un largo", del libro "Los amigos míos se viven muriendo, (y otros
relatos)" del colombiano Luís Miguel Riva. Allí, Eusebio y José, dos cineastas,
en correspondencia dirigida al gerente
del Centro Financiero Nacional, cuentan lo siguiente: "Le hablamos del proyecto
y nos preguntó si la película tenía torturados políticos. Con toda sinceridad
le dije que no. Permaneció en silencio un momento y dijo que no importaba, que
de todas maneras la realidad de los jóvenes sicarios en las ciudades
colombianas era un tema de mucho impacto. Hablando lentamente en español le
aclaré que en nuestra historia no había sicarios. "¿Entonces de qué trata?"
preguntó con menos entusiasmo y yo le dije que era una historia sobre la
infancia, las aventuras de tres niños de un barrio popular. " ¿Y cómo van a
tratar el tema del hambre?, volvió a preguntar, ahora sin tanta amabilidad y yo
le volví a hablar en un lento español diciéndole que en la película no había
hambre. "Entonces no es una película latinoamericana". "Sí lo es", dije en
lento español. "No lo es", dijo el noruego, sin ninguna amabilidad ni
entusiasmo, "es una película europea y de esas hacemos muchas aquí todos los
años."
Una muestra de la visión externa sobre la Venezuela actual, nos la
dio en días pasados la premiada serie de televisión Homeland de la que el
propio Barack Obama se ha declarado fanático, tal vez movido por la realidad de
su trama, la que muy bien pudiera explotarle en sus propias narices sin darse
cuenta. En ella, un oficial de la marina norteamericana, prisionero durante varios
años en Irak, regresa a su país como héroe de guerra, sin que nadie sospeche,
salvo una agente de la CIA, la coprotagonista, a quien algo no le cuadra en esa
repentina reaparición. Brody, el pelirrojo marine convertido al Islam durante
su cautiverio, deviene en el desenvolvimiento de la serie en un agente de
Al-Qaeda, organización que por medio de
una célula activa en los EEUU ejecuta un atentado contra la CIA, como resultado
del cual ésta queda diezmada, al ser asesinada la mayor parte de su tren
ejecutivo y más de doscientas personas en total. Así termina la segunda
temporada.
En la tercera, que se acaba de estrenar, Brody el terrorista más
buscado, ha salido huyendo de su país, aunque la agente de la CIA Carrie,
sobreviviente al atentado, lo cree inocente. Pero su destino, como cualquiera
esperaría, no es un lugar del Medio Oriente, sino uno mucho más próximo, las costas de Catia la Mar, Venezuela, donde los caraqueños
acostumbraban disfrutar los fines de semana entre playa y pescado frito.
Específicamente, Brody es conducido a la Torre de David, esa barriada vertical
en que se transformó lo que iba a ser el segundo edifico más alto de Venezuela,
y el símbolo de CONFINANZAS, convertida ahora en los escasos sesenta minutos
que dura el tercer capítulo de la serie, en el icono de nuestro país,
desplazando así a las emblemáticas Torres del Silencio y a las pirueticas autopistas
del Ciempiés o de la Araña, tema de las postales turísticas de antaño.
Quienes vieron, en todo el mundo, ese capítulo donde además aparece
una mezquita formando parte, quizás por primera vez, de nuestro paisaje urbano,
así como el anterior, en el cual un agente federal viene a Caracas a asesinar a
un banquero, quien junto a otros cinco líderes terroristas conforman la red internacional
responsable del ataque a la CIA, se quedaron con una imagen de Venezuela que
tal vez desconocían o que incluso, les desentona. Al menos así lo cree el Sistema Bolivariano de Comunicación e Información que
terminó catalogando el resultado de la recreación escenográfica realizada en
una construcción abandonada de Puerto Rico, como una distorsión de la realidad
venezolana.
Antes de aparecer en Homeland, la Torre de
David, ya fue objeto de análisis y
estudios sociológicos de urbanistas y artistas, como Urban Think Tank en alguna bienal de
arquitectura, o Ángela Bonadies en una exposición fotográfica,
resultando ciertamente la expresión social de una Venezuela donde todos
aquellos elementos del cine latinoamericano están presentes.
Homeland significa patria, y quien duda que la Torre de David no es la patria de las más
de mil familias que aún viven en ella, después de la invasión del 2007. Quien
siembra vientos recoge tempestades, y lamentablemente esa es la postal de
nuestro país que, después de quince años de chavismo, se recibe en el exterior,
nos guste o no.
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