Enrique Szewach | Lunes 30 de septiembre de 2013
Como les contaba la semana pasada, los bancos centrales
están jugando un papel central en la política macroeconómica global.
A decir verdad, siempre lo tuvieron, pero su acción se ha
hecho más evidente en los últimos años, dados los desafíos que la crisis
financiera y la recesión en el mundo desarrollado, y los flujos de capitales y
los precios de los commodities en los emergentes, le plantearon a los políticos
por un lado, y a los técnicos por el otro.
En términos muy generales, y en el estrecho espacio que
permite esta columna, los hacedores de política monetaria, terminaron
reemplazando a los políticos, directos hacedores, por representación
democrática y diseño institucional, de la política fiscal.
Esto, en el largo plazo, no es bueno ni para la democracia,
ni para la macroeconomía, pero es un dato de la realidad.
Me explico. Mi gran amigo Ben y sus muchachos y muchachas,
han tenido que convivir con un Congreso norteamericano dividido que, por ahora,
más que hacer cambios estructurales en la política fiscal y de deuda, ha
terminado haciendo un "ajuste" producto del enfrentamiento y no del consenso.
En un esquema de alto desempleo, endeudamiento privado, y
debilidad del sistema financiero, la política monetaria se las ingenió para
evitar una depresión, fortalecer al sistema, y lograr que a tasas muy
moderadas, por cierto, y con amenazas no resueltas, la economía norteamericana
volviera a crecer.
Aunque ahora se enfrenta al dilema de políticos que todavía
siguen jugando en el bosque, y una droga monetaria que ya poco puede agregarle
a la economía, sin empezar a mostrar efectos no deseados.
En Europa, por su parte, mi gran amigo Mario, y sus
muchachos y muchachas, se las arreglaron para, forzando al máximo los
vericuetos del rígido estatuto del Banco Central Europeo, evitar, o al menos
postergar, una catástrofe, mientras la política trata de construir una
verdadera institucionalidad europea, o la termina de destruir, en un entorno en
dónde en muchas sociedades se acostumbraron a la fiesta permanente.
En la región, por su parte, los banqueros centrales se
enfrentan al desafío de convivir con los bandazos de los flujos de capitales y
el fin del gran ciclo del boom de precios de los commodities, teniendo que
mirar con un ojo la competitividad externa, y con el otro la tasa de inflación
y el nivel de actividad interno, frente a una clase política que, salvo
excepciones, diseñó un política fiscal, como si los precios de los commodities
crecieran para siempre, y los flujos de capitales fueran siempre positivos.
En la Argentina, también, la clase política en general, y la
gobernante en particular, diseñó una política fiscal para la bonanza eterna.
Expandiendo el gasto sin medida, subsidiando consumos e incrementando
la presión fiscal al máximo, en un entorno en dónde el crecimiento y la
rentabilidad disimulaban los brutales e insostenibles aumentos de costos.
Cuando llegó la hora de la verdad, decidió romper con
cualquier barrera institucional y tomar por asalto el Banco Central, para
postergar un ajuste inevitable.
Que no es lo mismo que usar la política monetaria para
compensar problemas de la política fiscal.
El resultado está a la vista, un Banco Central que financia
el gasto público sin límites y que va entregando sus reservas internacionales,
al ritmo de dicho financiamiento.
Una tasa de inflación que empieza a ser repudiada en las
urnas.
Una economía estancada (aunque en altos niveles, y no en
bajos) por todas las trabas que hay que inventar para que las reservas duren
más tiempo.
Un empleo privado que ya no crece.
Anuncios de "regalos" para algunos, financiados por todos
los demás.
O inversiones que se hacen para evitar que los pesos
acumulados en la caja no se sigan licuando, con la esperanza que, algún día,
puedan ser dólares.
Pero que este período se termine no sólo exige un cambio de
gobierno dentro de dos años.
Exige que la política retome su capacidad de liderar el
armado de una política fiscal compatible con la necesidad de "devolver" el
Banco Central.
Pero eso no va a pasar, hasta que estemos en condiciones de
debatir, en serio, un presupuesto. Podamos replantear la política impositiva en
forma integral. Y decidamos redefinir prioridades en el gasto.
Mientras eso no pase, los políticos oficiales y sus aliados
seguirán votando a libro cerrado que la "toma" del Banco Central continúe,
mientras sus discursos dirán que hay que bajar la inflación y proteger a los
pobres.
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