Fernando Jáuregui | Martes 24 de septiembre de 2013
Pocas figuras, sin duda, más tristes que un Rey destronado.
Quizá resulte igual de patético un futuro Rey con una larga espera por delante.
¿Cuáles son las misiones, cuál el papel, del heredero de un trono? Algunos
países nórdicos han resuelto el problema con una abdicación a tiempo y en forma
del padre (o la madre) reinante. En otros, como Gran Bretaña, el patetismo ha
sido, está siendo, excesivo, al tiempo que la Reina Isabel va camino de batir
todos los récords de permanencia en el puesto coronado. En España se ha rodeado
al Príncipe de un enorme vacío legal. Un vacío que incluso afecta a sus hijas,
con ese esperpéntico artículo 57 de la Constitución que aún da cierta prioridad
al varón sobre la mujer en el rango sucesorio.
Siempre he pensado, desde la admiración que confieso
profesarle, que el Príncipe Felipe de Borbón, el futuro Felipe VI, era un
chico, luego un hombre, bastante solitario. Sus padres no han puesto límites a
su formación, y eso se nota, ni pudieron coartar su independencia a la hora de
elegir esposa, y también se nota. Lo educaron en una cierta rigidez y
distanciamiento, lo que, a primera vista -otra cosa es la impresión
posterior-se nota aún más. De la misma manera que es patente que existe algún
desconcierto acerca del papel que ahora, con su padre teniendo una larga
recuperación ante sí y sabiendo que ya nunca será el mismo que fue hace tres
años, le toca jugar. La pereza tradicional de nuestros políticos a la hora de
acometer reformas legislativas de calado, unida a la escasa voluntad del jefe
del Estado por propiciarlas, ha devenido en un peligroso conjunto de vacíos
legales, que ni son capaces de regular suficientemente una sucesión temporal,
ni los pasos para una abdicación 'gradual', que es lo que aparentemente ahora
conviene.
Entretanto, ni se ha creado aún una Casa del Príncipe
-carece del mínimo personal adscrito a su exclusivo servicio-ni parece que el
heredero cuente con el presupuesto y la cantidad y calidad de asesores que le
sitúen, ante los españoles, como el gran Rey que sin duda será; algún atisbo
tuvimos cuando, en Buenos Aires, Don Felipe se descolgó de los rancios
discursos que habitualmente le preparan y voló en solitario a gran altura,
defendiendo la malhadada candidatura olímpica de Madrid. El hecho de que, no
siendo jefe de Estado, no pueda, por ejemplo, sustituir a su padre en actos de
la trascendencia de la 'cumbre' iberoamericana de Panamá, muestra a las claras
hasta qué punto se halla el hombre que heredará la Corona en una orfandad
normativa que solamente ahora, con la improvisación que la caracteriza, la
clase política quiere paliar, potenciando esa 'ley de la Corona' que lleva
treinta y siete años sin elaborarse. Y así estamos: en medio de debates sin fin
de constitucionalistas que tratan de llenar con meras palabras la nada legal.
Nunca fue más evidente que en el caso de la Jefatura del
Estado la necesidad de pactos entre las dos grandes fuerzas políticas. Pero
¿qué podemos esperar cuando ni en el ámbito educativo o sanitario -en el estado
de bienestar, por tanto--, ni en las pensiones o, peor aún, en la regulación
territorial, han sido capaces del menor entendimiento? Poner en el más mínimo
peligro, por desidia, pereza o error de bulto, la continuidad de la institución
monárquica sería, aquí y ahora, crimen de lesa patria; no están las cosas, con
el Rey saliendo del quirófano para una larga recuperación, para plantear, como
Cayo Lara quisiera, la disyuntiva Monarquía-República. Y menos para plantear
polémicas miserables sobre si el Monarca debería haberse operado 'por lo
público' o 'por lo privado'. Ahora, lo importante es paliar esa soledad de un
Príncipe discreta pero perceptiblemente a la espera. Y el infatigable reloj de
arena del tiempo de un heredero que va a cumplir cuarenta y seis años sigue
vaciándose.
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