Fernando Jáuregui | Sábado 07 de septiembre de 2013
Enorme jarro de agua fría. España entera quedó en silencio.
Parecía que todo lo demás se había difuminado: el G-20 con las palmaditas de
enhorabuena a Rajoy por su política económica y el tibio apoyo español, pero
apoyo al fin, a un Obama demasiado comprometido en la intervención en Siria; la
sensación de que 'lo de Cataluña' puede que, al fin y al cabo, tenga, como
viene ocurriendo hace siglo y cuarto, un arreglo...provisional; la presunta
buena cara de Cameron a la hora de hablar sobre Gilbraltar; el nacimiento del
'susanismo', atención, en Andalucía...Ha sido, esta que termina, una semana muy
importante, en la que han ocurrido cosas que podrían tener mucha trascendencia.
Pero lo cierto es que todos mirábamos hacia Buenos Aires, hacia ese discurso,
que unánimemente se calificaba como 'decisivo' que podría inclinar a favor de
Madrid -de España-la candidatura de los Juegos Olímpicos en 2020. No pudo ser.
Ese discurso debía pronunciarlo el hombre que
(probablemente) esté reinando en España en 2020. El hombre que, en su caso,
inauguraría esos Juegos Olímpicos en un país renacido, revitalizado, como jefe
del Estado anfitrión. Cundía la sensación entre los analistas políticos de que,
venciese o perdiese la candidatura madrileña, algo se habría ganado
institucionalmente: Felipe de Borbón, con un talante campechano que no siempre
le conocían los ciudadanos de a pie, ha mostrado que sabe hacer 'lobby'
internacional y, sobre todo, ha evidenciado que es una figura al menos tan
respetada en el exterior como su padre. Su discurso trilingüe fue impecable, en
el fondo y en la forma. De paso, quedaba claro que aún hay causas, que sería
muy miope considerar meramente deportivas, capaces de unir a toda la nación, y
digo a toda, incluyendo a esa parte que se siente representada por 'cadenas
humanas', que es una forma bien curiosa de hacer política, por cierto.
Yo diría, por tanto, que, independientemente de cuál fuese
la declaración final del voluble -vamos a llamarlo así-comité olímpico, que
resultó un veredicto de castigo apabullante, la semana no ha sido mala del todo
para los intereses españoles, o, al menos, del actual Gobierno español. O, al
menos, de Mariano Rajoy, cuyo discurso en Buenos Aires fue claramente
mejorable, aunque desde luego no haya que achacarle a él las culpas. Otra cosa,
distinta y distante, son los tambores belicosos que sacuden a una parte del
mundo que es un peligroso polvorín, y otra cosa es ese Putin que vuelve a la
'guerra fría' con los Estados Unidos.
Pero eso, claro, ocurría en San Petersburgo, la antigua
Leningrado, que está muy lejos de Buenos Aires, a donde Rajoy, con la insignia
del 'Madrid 2020' perenne en su solapa, voló de inmediato, dispuesto a
prolongar, si los hados olímpicos lo querían, su cuarto de hora dulce y
mientras todos los periódicos nacionales se preguntaban de qué diablos habría
hablado en su cita secreta de la semana pasada con Mas para conseguir aplazar
al menos dos años el estallido del conflicto. Y este sábado, lo que importaba
podría, si se quiere, centrarse en torno a Siria, pero lo que interesaba, aquí
y ahora, era el discurso que debía pronunciar por la tarde el hombre que
probablemente estará reinando en España en ese año mágico, redondo, de 2020. Y,
claro, el resultado. Los hados olímpicos, tan imprevisibles, dijeron que no
podía ser. Ahora falta ver las consecuencias de esta enorme decepción.
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