Jorge Argüello | Jueves 18 de abril de 2013
Si hubiera que elegir una virtud que se le reconoce
universalmente a la diplomacia por encima de otras la respuesta sería sencilla:
su capacidad para resolver diferendos entre pueblos, gobiernos y estados sin
cerrar jamás la vía de la negociación.
Aunque el término "diplomacia" aplicado a las relaciones
internacionales fue asumido como lo conocemos hoy recién hace un par de siglos,
desde la Antigüedad
ejercer la diplomacia fue sinónimo de establecer relaciones con los otros,
administrarlas, enriquecerlas, evitar eventuales rupturas y resolver los
conflictos pacíficamente. Significó acercar posiciones y forjar acuerdos entre
pueblos y después entre estados.
Pero simultáneamente, las propias prácticas diplomáticas
asumieron desde sus inicios otra condición esencial, una contracara
aparentemente inevitable durante siglos: el secreto, un privilegio exclusivo de
los negociadores y un costo a pagar por sus pueblos en el proceso de conquistar
acuerdos, pactos y convenios.
Es verdad que en nuestra vida cotidiana personas y
comunidades también protagonizamos conflictos, sostenemos posiciones,
exigimos, disputamos, dialogamos,
transigimos y acordamos. Ponemos en juego a diario recursos básicos de la
diplomacia.
Sin embargo, los diplomáticos profesionales lo hacen en
representación de países enteros, en asuntos que ponen en juego desde los
intereses hasta la vida misma de millones de almas.
Entonces, ¿no estaría justificado cierto secreto, no sería
un precio razonable a pagar?
Al igual que en otras disciplinas, ocupaciones y
profesiones, la confidencialidad es un medio, una herramienta, un principio que
enriquece la actividad. Sin embargo, en nombre de la "diplomacia" y de la
"razón de Estado" algunos han llegado a creer, y a convalidar sin empacho, el
recurso liso y llano a la falta de transparencia, cuando no al engaño y la
mentira. Henry Wotton (Siglo XVI) lo describió cínicamente así: "Un embajador
es un hombre honesto enviado al extranjero a mentir y a intrigar en nombre de
su propio país".
El absolutismo fue dejando paso lentamente a gobiernos y
sistemas políticos cada vez más democráticos y en los albores del Siglo XX, en
tiempos turbulentos y con el sangriento telón de fondo de la Ia Guerra Mundial, llegó
una primera reformulación del asunto, desde posiciones tan disímiles como las
de Estados Unidos de Woodrow Wilson y la Rusia soviética de Lenin.
Al revelar expedientes de los archivos del gobierno zarista
ruso, León Trotsky escribió desde su condición de revolucionario comunista: "La
diplomacia secreta es un instrumento necesario para la minoría propietaria que
se ve obligada a engañar a la mayoría para someterla a sus intereses".
A su vez, en las negociaciones de paz de aquél conflicto
bélico, el presidente Wilson propuso al mundo su plan de 14 Puntos cuyo primer
punto proponía con contundencia la prohibición en el futuro de la diplomacia
secreta, sin reporte ni aprobación de sus ciudadanos.
"Debemos llegar a acuerdos de paz abiertos, después de los
cuales seguramente no habrá ninguna acción internacional o dictamen privados de
algún tipo, sino que la diplomacia siempre avanzará de manera franca y a los
ojos de la opinión pública", sostenía Wilson. Ésa era para él la condición
esencial para alcanzar la meta mayor: una "asociación general de naciones, a
constituir mediante pactos específicos con el propósito de garantizar
mutuamente la independencia política y la integración territorial, de Estados
grandes y pequeños".
Wilson logró que el Tratado de Versalles (1919) alumbrara la Sociedad de las Naciones,
antecedente de la ONU. Pero
no logró desterrar el secreto de negociaciones (ni siquiera obtuvo aceptación para la asociación internacional
entre los aislacionistas de su propio país) y, peor aún, ese primer intento por poner en práctica los
principios de la diplomacia abierta contrastó con la imposición de terribles
cláusulas a la vencida Alemania sin respaldo de los pueblos involucrados,
argumento principal del régimen nazi que 25 años después desató la II Guerra Mundial.
Aunque progresivamente los gobiernos desarrollaron la
práctica de negociar y suscribir públicamente todo tipo de acuerdos difundidos
luego por los medios masivos de comunicación, las tres décadas de Guerra Fría
que comenzó en los '60 exacerbó de todos modos los hábitos diplomáticos y
fundió en una sola cosa diplomacia y espionaje.
Ya más cerca en el tiempo, cuando las revelaciones de
Wikileaks seguían conmoviendo los más variados ámbitos internacionales, hasta
los detractores de la difusión de cientos de miles de cables diplomáticos
reconocieron que el secreto entre Estados debía tener límites ante sus
ciudadanos.
"Especialmente en democracia -escribió el profesor
estadounidense John Schroeder- el fin de las negociaciones debería ser alcanzar
acuerdos pacíficamente, seguidos por la ratificación o el rechazo por
legisladores electos". Internet y las
redes sociales puestas al servicio de la mayor participación ciudadana
completan un contexto radicalmente nuevo y favorable a iniciativas en favor ya
no sólo de una Gobierno Abierto y, como parte de él, de una Diplomacia Abierta.
Así como las relaciones internacionales no son terreno
exclusivo y excluyente de la profesión diplomática sino que involucran activamente
otras organizaciones estatales, empresarias, técnicas y sociales, de la misma
manera los gobiernos deben asumir también la participación directa de los
ciudadanos a través de las redes sociales y demás recursos que ofrece la Internet 2.0, donde no
sólo prima el acceso a la información conquistado en el Siglo XX, sino el
derecho a la comunicación de los pueblos, también, para definir nuestras
relaciones internacionales.
En esa línea, en 2011, numerosos gobiernos -a los que
Argentina se ha sumado- conformaron la Sociedad de Gobierno Abierto, siguiendo los
principios de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, la
Convención de la
ONU contra la
Corrupción y otros instrumentos internacionales relacionados.
Con ello, se comprometieron entre otros puntos a "hacer más transparentes la
formulación de políticas y la toma de decisiones, mediante el establecimiento y
el uso de vías para solicitar la opinión del público, y el aumento de la
participación del público en la realización, el seguimiento y la evaluación de
las actividades gubernamentales" y a " trabajar para fomentar una cultura
mundial de gobierno abierto que empodere a los ciudadanos y les cumpla, y
avance los ideales de un gobierno abierto y participativo en el siglo XXI".
En las distintas etapas de Embajada Abierta, siempre hemos
creído que la realidad internacional debe ser presentada con un lenguaje
sencillo y accesible para la sociedad civil y el ciudadano común. Nuestros
contenidos han contribuido a ello y en ese camino continuaremos ahora.
La diplomacia ha sido tradicionalmente concebida como un
ámbito secreto y técnico. Es nuestro propósito contribuir a cambiar esa lógica.
La diplomacia del siglo XXI debe ser más participativa e inclusiva: una
Diplomacia Abierta.
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