Jorge Dorio | Miércoles 13 de febrero de 2013
El lenguaje es una ciénaga donde la raíz de las palabras
rebota en la actualidad y la política, produciendo un eco engañoso. Este debe
ser el punto de partida desde donde plantear las claves para instituir nuevos
sentidos que permitan construir relatos integradores sobre los últimos diez
años de transformaciones en la Argentina.
Hay momentos de la historia en los que la blasfemia abre el
camino de la redención.
En la frase precedente campea un aire de familia -una
música- que hace temer la aparición de otro solemne y vacío comentario sobre la
abdicación del Papa Ratzinger. Tengo malas noticias: el lenguaje es una ciénaga
donde la raíz de las palabras rebota en las galerías de la actualidad y produce
un eco engañoso. Pero el equívoco aquí es intencional. Del mismo modo que las
voces "blasfemia" y "redención" son inexorablemente devoradas por el contexto
vaticano, cada expresión que utilizamos carga una historia que gravita en su
sentido hasta impedirnos cualquier intento de reflexión autónoma. La tradición,
como el demonio, está en todas partes. Y la mejor de sus estrategias es
hacernos creer que no existe.
Del mismo modo que la historiografía liberal consagró en los
textos escolares las victorias de las clases dominantes como hechos de
justicia, maquillando de coraje la violencia represiva y barnizando de azar y
sin sentido las traiciones más flagrantes, el peso de los años y las
repeticiones anestesiaron el carácter sesgado de instituciones y valores. No es
suficiente darle un contexto más equilibrado y ecuánime a las luchas populares
de la patria para que nociones como "barbarie" o "civilización" suenen de forma
virginal en la discusión política.
Las transformaciones que en el próximo mayo cumplirán una
década pueden ser narradas en una variedad de planos que, con matices
cambiantes, satisfacen un paisaje urbanamente negociable para entrar en la
historia. Lo palpable de una legislación transformadora y lo contundente de las
estadísticas no sujetas a sospechas son columnas que sustentan el período. Pero
lo que se juega de aquí en más reclama una potencia fundacional que su propia
vocación redentora debe nacer con el estigma de la blasfemia. Solo al cabo de
diez años de cotidianas rencillas de vuelo bajo ha sido posible, por ejemplo,
postular que en la concepción (de neto cuño estadounidense) del Poder Judicial
abreva una vocación de barrera para la soberanía popular. Y entender desde allí
que lo sagrado nunca estuvo en el mármol de las instituciones sino en el
espíritu de los pueblos. La intención provocadora del título elegido para estas
líneas replica un desafío semejante para pensar lo por venir.
En la capacidad de asumir el escándalo de ciertas posturas
sin detenerse en las tilinguerías de lo que históricamente fue intocable, puede
buscarse más de una clave para esas polémicas que algunos hoy mismo quieren
condenar por su ruido y por su furia.
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