Hernán Brienza | Sábado 02 de febrero de 2013
Los festejos del 31 de enero en la Plaza de Mayo tuvieron un
carácter verdaderamente democrático y transformador, que pusieron en común y en
debate la historia colectiva. Esa misma historia que fue la que, hace 200 años,
abrió la discusión sobre los derechos humanos y la inclusión social en un país
a pasos de la Independencia.
No fue en un claustro cerrado. Tampoco en una aula magna de
alguna universidad prestigiosa. No fue en un teatro elegante de la ciudad. Fue
a cielo abierto, a los pies del Cabildo. Allí, donde el 25 de mayo de 1810, el
pueblo quiso saber de qué se trataba la cosa; o mejor dicho, donde el pueblo
veía de qué iba a ir la cosa. El auditorio tampoco era "la creme de la creme",
como muchos intelectuales presumen de sus estudiantes. Más bien se trataba de
unos cuantos miles de militantes, de unas decenas de dirigentes políticos de
primera línea del gobierno nacional y de miles de ciudadanos comunes. Y allí se
habló de historia. Se conversó, se debatió -aún cuando los expositores
estuviéramos más o menos de acuerdo respecto de la mirada sobre la Asamblea
General Constituyente del año XIII- se palpó, se puso en común la historia
colectiva. Y se "toqueteó" la historia en un sitio histórico. Y allí se
encuentra el carácter verdaderamente transformador y democrático del acto del
31 de enero a la tarde: un pueblo -muchos de los que estaban en la plaza ese
día jamás tuvieron la oportunidad de poner un pie en una universidad- escuchó
atentamente a tres expositores -uno de ellos miembro de la Corte Suprema de
justicia- que revolvieron el pasado. El pueblo fue a la historia y viceversa. Y
todo eso transmitido en forma directa para millones de argentinos que lo veían
en directo por la televisión pública.
La Asamblea del año XIII fue el primer congreso que proclamó
los derechos humanos en el territorio de la actual República Argentina. Fue un
intento, una experiencia que quedó trunca por culpa de las internas en la Logia
Lautaro -entre José de San Martín que buscaba la independencia definitiva y
Carlos María de Alvear que miraba con un ojo americano y un ojo inglés-, un
eslabón importante en el camino a la libertad definitiva. Es cierto que no
alcanzó su objetivo central: sancionar una Constitución republicana. Y que fue
una victoria del centralismo porteño en contra del federalismo democrático
planteado por José Gervasio Artigas. Pero también es cierto, como dijo Araceli
Bellota, que puso en palabras lo que estaba tácito: la soberanía popular, la
voluntad de abolir la esclavitud, la igualdad de razas, el fin de las torturas
como método de disciplinamiento por parte de los sectores dominantes; y como
dijo Eugenio Zaffaroni, que esa declaración de principios, ese programa, fue un
momento de iluminación para América Latina.
Como todo hecho histórico, la Asamblea del año XIII
significó un proceso de avances y de retrocesos. Pero marcó de lo que vendría:
los principios del liberalismo político, la democratización de la acción
pública, la ampliación de ciudadanía -como se dice ahora-, la lenta inclusión
de las mayorías al sistema de derechos. Por eso la Asamblea del Año XIII late
en las luchas federales y populares como las de Manuel Dorrego, en las luchar
radicales por la ley de voto secreto, universal y obligatorio, en el voto
femenino sancionado a instancias de la prédica de Eva Perón, en las reformas
sociales y civiles del primer Peronismo, en los juicios por los delitos de Lesa
Humanidad que se llevan adelante desde el 2003, en el matrimonio igualitario,
en la Asignación Universal por Hijo, entre otras tantas medidas y, claro, en el
acto del jueves en la Plaza de Mayo. Porque la libertad de imprenta sancionada
por la Asamblea del año XIII -y que vive en la Ley de Medios- también se
replica cuando se libera y democratiza la historia como decidió hacerlo la
presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
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