Rodolfo Terragno | Miércoles 19 de septiembre de 2012
Supuesto creador de un modelo, el presidente de
Venezuela es sólo una fotocopia de autócratas populares de antaño,
reaccionarios o de izquierda.
El comandante Hugo Rafael Chávez Frías no inventó
nada. Su gobierno es una reproducción de las autocracias populares que, décadas
atrás, poblaron Sudamérica. Los autócratas solían ser, como él, militares; unos
de derecha, otros de izquierda, pero todos profetas del llamado populismo: ese
cóctel de nacionalismo formal y socialismo oratorio que se alimenta de
conflictos y termina dividiendo a las sociedades. Tenían apoyo social y, unos
pocos, legitimidad de origen: habían llegado, como el propio Chávez, avalados
por el voto popular.
Los regímenes populistas proliferaron en la región
durante la Guerra Fría.
Los sustentaban Estados Unidos o la Unión Soviética.
Venezuela conoció, mucho antes de Chávez, otro
caudillo intolerante y popular. Era, en ese caso, un hombre de derecha. Se
llamaba Marcos Pérez Jiménez y encarnó lo que llamaba "el Nuevo Ideario
Nacional". Según él, no hacía sino cumplir "los sueños del Libertador Simón
Bolivar", que al parecer había soñado con torturar adversarios, clausurar
diarios y organizar un plebiscito para perpetuarse. Pérez Jiménez decía "Mis
obras hablan por mi" y eso es lo único que, renuentemente, le reconoce la
Historia: la arrolladora obra pública que, concebida por él como un
automausoleo, igual dotó a Venezuela de una notable infraestructura. El
hormigón armado no alcanzó, sin embargo, para tapar la violación de derechos
humanos.
Colombia tuvo también su autócrata popular, aunque
con (una leve) inclinación a la izquierda. Fue Gustavo Rojas Pinilla
(1953-1957), llamado "El Jefe Supremo".
Era reacio a la oposición e inició una cruzada
contra los "monopolios" de prensa, servidores de "la oligarquía". Aquella
cruzada culminó con el cierre de El Siglo, Diario Gráfico, El Tiempo y El
Espectador.
Rojas se procuró el apoyo del campesinado,
amnistiando a guerrilleros rurales, repartiendo tierras y obsequiando fondos.
Como su par venezolano, impulsó la obra pública; pero se lo recuerda, más que
por rutas o aeropuertos, por su apoyo a la pacificación. "La Violencia" -ese
período de cuasi guerra civil que llevaba un lustro- acabó en 1953, año en el
cual Rojas se hizo del poder. Coincidencia o no, es un mérito aceptado por la
Historia, que en todo lo demás es poco dadivosa con él.
Durante el gobierno de Omar Torrijos (1972-1981),
"Máximo Líder de la Revolución Panameña " y "Supremo Jefe de Gobierno", Panamá
recuperó el Canal, que parecía un eterno enclave de Estados Unidos.
Ni ese logro, ni medidas sociales justicieras,
pudieron disimular sus vicios, como la clausura del Congreso, la supresión de
los partidos políticos y, sobre todo, la persecución que convirtió opositores
en desaparecidos.
En Bolivia, Alfredo Ovando (1969-1970), que nacionalizó
la Gulf Oil Corporation, dejó, también, un rosario de desaparecidos.
No fue el caso de su sucesor, Juan José Torres
(1970-1971), que lo igualó en autoritarismo pero no en crueldad.
Reemplazó el Congreso por una Asamblea del Pueblo,
integrada por trabajadores y estudiantes; pero le dejaron poco tiempo para
profundizar la autocracia popular. Fue derrocado y luego asesinado en Buenos
Aires por sicarios de la luctuosa Operación Cóndor.
Juan Velazco Alvarado (1966-1975), "Presidente del
Gobierno Revolucionario", del Perú, expropió numerosas industrias, estableció
monopolios estatales, se apoderó de la totalidad de los diarios y planeó -como
luego lo haría la dictadura argentina- una guerra con Chile. Aún se recuerda su
célebre frase: "Que los chilenos se dejen de cojudeces o mañana desayuno en
Santiago". Los campesinos, a los cuales otorgó nuevos derechos, fueron su
apoyo.
Olvidados esos antecedentes, en la Argentina algunos
claman por "un líder como Chávez" y otros temen que el llamado "chavismo" se extienda
como mancha de aceite y llegue hasta el Río de la Plata. Tanto ilusionados como
amedrentados creen estar ante una nueva ideología.
Imitarlo a Chávez sería, en la Argentina, retroceder
más de medio siglo. Equivaldría a reimprimir la autocracia populista que Juan
Domingo Perón dejó atrás en 1973, cuando regresó al país "descarnado", se
abrazó con antiguos enemigos y promovió un "proyecto nacional" cimentado en el
consenso.
Ese nuevo Perón enseñó, a cuanto peronista quiso
oírlo, que el desarrollo económico y la justicia social son compatibles con el
estado de derecho.
En el período 1946-1955 la Argentina había tenido la
primicia de lo que hoy se considera una exótica fruta tropical: el abandono del
republicanismo, las expropiaciones, el cierre de medios de comunicación, el
culto de la personalidad, la propaganda oficial, la retórica beligerante y la
partición de la sociedad en seguidores y enemigos.
Caído Perón, la Argentina no se reunificó y, durante
décadas, no viviría en democracia plena. Hubo fusilamientos, censura,
proscripciones, dictaduras no populistas, guerrillas y el infausto terrorismo
de Estado.
El proyecto político que Perón esbozó en 1973 se
ubicó en las antípodas de la autocracia populista.
Aquél "león herbívoro" propició, con lucidez, la
creación de un Consejo para el Proyecto Nacional, integrado por los distintos
partidos políticos. A ese Consejo estaba por proponerle, poco antes de su
muerte, principios que dejó esbozados en un borrador. En las propias palabras
de Perón, se trataba de:
1. "Comprender que las potencias ya no pueden tomar
riquezas por la fuerza".
2. "Actuar en la sociedad global, lo que no es
incompatible con la soberanía".
3. "Consolidar las instituciones".
4. "Convocar al empresario, para asociar sus
intereses al interés del país".
Ya había pasado la posguerra. Ya empezaba a
entibiarse la Guerra Fría. Ya nadie creía en países autárquicos.
Ya se había comprendido el trágico error de sembrar
vientos. Ya estaba claro que la división entre réprobos y elegidos termina en
tragedia.
Perón comprendió que lo que ahora llaman "chavismo"
era una gris antigualla. Él la dejó felizmente atrás.
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