Por supuesto: ni todo tiempo pasado fue mejor, ni cualquier país de
nuestro famoso entorno es mejor. Pero reconozco que a veces me sonrojo
ante el cariz y el nivel de algunos de los grandes debates que afectarán
a nuestro futuro como españoles y que ya están pesando sobre nuestro
presente, y entonces envidio algunas cosas foráneas. Y le podría hablar a
usted, querido lector, desde las trampas en la dialéctica oficial sobre
la mejora de nuestras pensiones hasta los atentados, queridos o no por
el sujeto pasivo, contra la intimidad, véase
el famoso vídeo sobre la estancia carcelaria de Luis Bárcenas. Cosas todas, pienso, imposibles en naciones más o menos vecinas, Italia excluida.
Pero
hoy el nivel de adrenalina me ha estallado con cuanto veo y leo sobre
el caso -iba a escribir: el caos- que enfrenta a una parte de Cataluña
con el resto de España. Yo, la verdad, no veo que en el debate sobre el
futuro referéndum secesionista escocés, que trato de seguir con una
pasión distante, se estén dando los topes de estupidez, infantilismo -y
no me refiero al vergonzoso uso de niños para, desde medios públicos,
hacer apología de la independencia--, demagogia y mentira que están
caracterizando, desde ambas orillas del Ebro, ese camino tortuoso
elegido por
Artur Mas hacia la ¿separación? de España.
Siento
decirlo, pero algunos comentarios, ciertas columnas, de compañeros de
profesión me inquietan, ya digo que desde ambos polos de esos apenas
seiscientos veinte kilómetros que separan tanto a tantas mentes, a
tantas sensibilidades. Ya se ha dicho que el nacionalismo es un estado
de espíritu, y, por tanto, resulta difícil combatirlo desde la
racionalidad estricta; cuánto más desde la irracionalidad que a veces
enmascara un concepto centralista que me parece ya imposible. Eso, en
una orilla. En la otra, los fanatismos, el vocerío, se han apoderado de
un debate que no tiene nada, en estos momentos, ni siquiera de
civilizado, y menos de realista: si desde la UE dicen que la permanencia
de una Cataluña independiente en el club se haría imposible, hay que
escucharlo, y no limitarse a descalificar, como 'españolista' al
portavoz comunitario ocasional, Joaquín Almunia en este caso; ay, esos
voceros casi guerracivilistas, que hablan en nombre de la Generalitat...
Nada
de esto ví en Québec, donde tuve oportunidad de seguir 'in situ' una
parte del proceso, ni en Londres, ni en Edimburgo. Cada cual expone sus
argumentos, aporta sus datos -los escoceses vivirán mejor o peor
separados del Reino Unido: confróntense las cifras--, se explican pros y
contras en el Parlamento -ay, este Congreso nuestro, este Senado...-y
los medios, bien atendidos por los representantes públicos, no
discriminados en función de colores, reflejan lo que hay, sin erigirse,
más allá de sus derechos y deberes editoriales, en juez, parte, árbitro y
contendiente. Y es entonces, ante lo pedestre, cuando, a veces, uno
siente la nostalgia y quisiera ser, coyunturalmente, escocés. O
británico, que eso no importa a los efectos que digo.
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El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>