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Puigdemont en el Reichstag

Puigdemont en el Reichstag

lunes 16 de abril de 2018, 00:28h
Hubo una vez en Europa en que el grupo dominante de un parlamento se las apañó para impedir al resto el acceso a la cámara. Los que quedaban votaron a solas alzándose con el poder en un intento de otorgar legitimidad, apariencia legal, incluso democrática, a su forzada y artificial unanimidad.

Lo que he relatado sucedió en Alemania en Marzo de 1933, cuando en muy poco tiempo los nazis se apañaron para negar el parlamento a casi todos los demás, especialmente mediante el arresto de comunistas y socialdemócratas. Así, votaron por unanimidad -daba igual ya que tuvieran mayoría relativa- el cambio de normas parlamentarias. Y la ley habilitante que facilitaba la abolición de los partidos. Lo hicieron sin disparar un solo tiro, pero fue el culmen de un proceso y el principio de los peores 12 años que sufrió Europa y acaso el mundo, en toda la Historia.

Desconozco si a los magistrados alemanes se les ha ocurrido advertir el grosero paralelismo con lo sucedido en Cataluña entre el 6 y el 7 de septiembre de 2017, cuando los independentistas impidieron el acceso del hemiciclo al resto de fuerzas políticas y probaron una y otra vez fórmulas ilegales de consolidación de la infamia. Pero si esos jueces opinan que Puigdemont no ha liderado – y, aún más, que no sigue liderando- nada sospechoso de rebelión, malversación o sedición; es posible aventurar que si pudiéramos extrapolarlo todo a 1933, estarían de parte de Hitler. Sé que hay muchas diferencias, pero la principal es que el bávaro sí se salió con la suya.

El estado del bienestar, la mejor fórmula de éxito y paz jamás pensada para un continente, se muere de éxito sin apenas ideas para salvarlo. Europa se está repensando por tercera vez. Y por tercera vez sigue sin curar los dos males que la atenazan desde el siglo XIX. Se llaman nacionalismo y revolución, y salen como las mismas viejas plagas de la misma caja de Pandora, con la vocación romántica de que para solucionar los problemas hay que empezar por destruir el sistema. Es llamativo cómo buena parte de los teóricos sobre democratización coinciden en la idea de que en democracia cabemos todos, con la ingenua esperanza de que quienes son desleales al sistema por convicción no lo destruirán si son elegidos. En Estados Unidos lo han tenido siempre bastante claro. Se aplaude el relativismo necesario para la democracia, pero a quien no respeta las reglas del juego simplemente no le permiten jugar. Es el precio que allí pagan por la libertad, y parece que les funciona. En España también funcionó hace ya una generación, con una ilegalización del entramado etarra, medios de comunicación incluidos, que lamentablemente no se acompañó de un cambio en el sistema de representación electoral. Y hoy, el hombre más peligroso para la Unión se pasea libremente por Alemania y es financiado alegremente desde España, en aplicación de no se sabe qué valores democráticos.

No hay por dónde coger el engendro jurídico. Aún así los fiscales están reunidos, empeñados en buscar argumentos que puedan deshacer la espantosa tendencia de usar al Estado de Derecho, para imponer decisiones en contra del espíritu de las leyes. En las solicitudes de colaboración judicial internacional dentro del marco de un Tratado, los jueces foráneos nunca meten las narices en los motivos de fondo por los que hay que interrogar, detener o extraditar al reo, sino que obedecen al intento de cumplir con mayor o menor exactitud el contenido de la petición de colaboración, o en su caso, de la orden. No se puede ventilar con un mero trámite un procedimiento judicial entero. Y no se pueden buscar los efectos de la cosa juzgada si no hay un juicio primero.

Pero el deporte favorito de Alemania es imponer, y como Hitler, Puigdemont es un privilegiado por la norma que pretende vulnerar. ¿Se habrán percatado en el Reino Unido de esta realidad y es el Brexit un resultado? En “la Europa de Hitler”, el inglés Toynbee describe magistralmente el fracaso de la administración nazi de los territorios ocupados, para concluir que en su opinión, el problema del alemán está en su psicología profunda, en su singular y tópico vicio de Schadenfreude. Dice Toynbee que Alemania no sabe mandar, porque lo que quiere en realidad es dominar, y ello me sugiere que en esa tendencia vesánica, está el germen de desastres geopolíticos que aún hoy observan los alemanes con perplejidad y vergüenza. Aquí, nos limitamos a decir que la cabra tira al monte, pero quizá tengan razón quienes opinan que Europa ha pagado la unificación alemana para obtener a cambio su voluntad de dominio.

Más allá de esta simple explicación psicológica a un disparate judicial, cabe otra conclusión igual de sencilla. A pesar del fin del nazismo y del comunismo, Europa no quiso o no pudo derrotar al nacionalismo ni al ideal revolucionario. Por eso los grandes hallazgos ideológicos de la llamada solidaridad compartida, en que descansa la idea de Europa, no se ven libres de acechanzas. Si está claro que aún no hay ideas originales que resuelvan nuestro futuro, más claro está que las dos tendencias nefastas de siempre siguen ahí. Nos falta poder de decisión y no creo que España, con una constitución tan avanzada y tan democrática que resulta débil frente a quienes la quieren subvertir, se atreva a amagar con el farol de un Spanxit para mover las conciencias de esta especie de confederación europea. La de unos Estados hipócritas tan proeuropeos como celosos de su soberanía.

En el País Vasco y Navarra, los radicales reinstalados en el poder miran de reojo y con avidez la situación. Y cuando los CDR empiezan a soñar con parecerse a los comités revolucionarios de nuestra Guerra Civil, la victoria parcial de Puigdemont evidencia y augura el fracaso de Europa. Tal vez, no sin un esfuerzo debilitador, se solucione el problema y podamos verle finalmente sentado en el banquillo. Pero no bastará con ello, porque la democracia y la libertad pasan por respetar las reglas del Juego hasta para cuestionarlas. Si queremos pues que Europa perdure, es hora de definir bien claro cuáles son esas reglas y quién no merece participar en ellas.

Daniel Muñoz Doyague. Abogado y Politólogo.
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