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En el paraíso montevideano

En el paraíso montevideano

Por Manuel Suárez Suárez
jueves 23 de noviembre de 2017, 10:26h

Los años pasan aunque el niño emigrante de la aldea de Tines [Vimianzo] no olvida su gran alegría cuando identificó la mano de su padre balanceándose en el muelle del puerto de Montevideo. El desembarco tuvo lugar el 27 de noviembre de 1958 luego de un viaje que no fue nada suave ya que el viejo “Cabo de Hornos” iba perdiendo fuerzas. En la larga singladura de 20 días perdí mucho peso y no fue hasta llegar a Santos que pude recuperarme un poco gracias a mi tío José de Romarís que subió a bordo con unas sabrosas bananas brasileñas. Hoy los plátanos canarios me resultan casi insípidos en comparación con la mágica fuerza energética de aquellos hermosos colores amarillos.

Antes de bajar del barco hice un recorrido visual por todas y cada una de las edificaciones que rodeaban el puerto. Enseguida comprobé que el sol americano era mucho más fuerte que el de la aldea ya que nadie llevaba abrigo. Mi padre y quien le acompañaba –después supe que era su amigo Ramón de Castromil-- llevaban unas camisas de manga corta. Mi madre decía que aquí no iba a necesitar los zuecos ya que llueve poco y no hay barro en los caminos que además son de piedra. Pues, ciertamente semejaba que la cosa pintaba bien. Aún estaba en el barco pero muy convencido de que mis padres escogieran aquella ciudad para que yo pudiese correr más ligero.

El apartamento que alquilara mi padre en la calle Pantaléon Artigas e Ipiranga en el barrio de Aires Puros, estaba bien. No era grande pero tenía mucha luz y en la vereda contaba con la sombra protectora de unos árboles llamados paraísos. Allí fue donde armé mi nuevo espacio y sistema de vida. Todo cuanto veía era nuevo y todo cuanto oía era diferente. En la cocina un aparato llamado primus encendía sin leña. Pasaba la tarde entera jugando hasta el anochecer que era cando volvía mi padre del trabajo. Alrededor de las cinco se hacía una pausa obligada para el refuerzo de pan con mortadela. Aquel Montevideo era estupendo.

El primer domingo en tierras rioplatenses coincidió con una fecha histórica en el Uruguay: la celebración de las elecciones nacionales. Por supuesto que no me enteré del asunto electoral ni de que el Partido Nacional ganó después de nueve décadas de gobiernos del Partido Colorado. Para mi fue el domingo en el que ingresé como socio de pleno derecho en la generosa República Oriental del Uruguay. Un lugar especial, lleno de felicidad, en el que los niños hacen pozos en la playa de Buceo y corren por el Parque Rodó y aplauden a las murgas en los tablados. Quiero agradecer a Mercedes Vázquez Rama que fue quien me abrió las puertas del nuevo país con su cordial hospitalidad.

El matrimonio Vázquez-Rama tenía casa propia en la calle Santa Ana a unos diez minutos de nuestro apartamento. Lo más directo para llegar era bajar hasta Propios y luego ir por la calle Tudurí. Merceditas era de Vimianzo y también vino en un barco. Quedé maravillado con ella. Estaba atento a todo lo que decía y me gustaba todo lo que hacía. Su cuaderno escolar no tenía una mancha y los dibujos eran muy buenos. Merceditas utilizaba una técnica ---desconocida para mi--- que consistía en presionar más o menos el lápiz para obtener una u otra intensidad de color. Fue quien me informó de que en la escuela tendría que aprender a cantar el himno nacional.

Mi nueva amiga tenía la experiencia adquirida en dos años de residencia y no quería que yo llegase a la escuela sin saber quien era Artigas. Fue a quien le escuché por vez primera la palabra héroe para definir a don José. Callé la boquita a pesar de no entender el significado. Lo único que me quedó claro fue que Artigas era amigo de los indios y que lo dejaron morir lejos en el olvido. En la merienda confirmé que desembarcara en el mejor lugar del mundo. Merceditas trajo para beber un agüita caliente y para comer unas rodajas de pan con una crema de color beis por encima. La bebida y la comida eran desconocidas pero no pregunté nada.

El agua caliente se echaba en unas hojas verdes y se sorbía por una cañita metálica llamada bombilla. Era el mate dulce y sabía bien. Pero la emoción más fuerte la recibí cuando lleve a la boca un cacho de pan. Quedé hondamente sorprendido por el sabroso dulce de leche según le llamó Merceditas. Aquella delicia dejaba en segundo plano al chocolate que la abuela Concepción compraba en la feria de Baio. Volví sonriendo para el apartamento. Mi padre hablaba de levantarse temprano para ir a trabajar a “Casa Ponti”. Pensé en mi buena suerte. En la aldea no había mate, ni dulce de leche y tampoco un primus para cocinar. El paraíso de los paraísos estaba allí en la orilla montevideana del Río da la Plata.

Manuel Suárez Suárez

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