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Bautizos civiles y estatuas de madera

martes 11 de abril de 2017, 11:22h
Aquel antiguo comunista de carnet nos dejó asombrados. “Que vuelva Franco”, sentenció en medio de la tertulia. Para explicarse ante nuestros ojos atónitos, añadió que tenía su pensión más segura entonces que ahora. Y como seguíamos boquiabiertos, aclaró “eso sí, sin obispos, ¡¡¡nada de obispos!!! Los obispos -dijo más resuelto aún- que se queden en su casa”.

En otra ocasión, conversando con otra persona que fue comunista hasta su muerte, recuerdo que se le escapó decir la coloquial expresión de “si Dios quiere”. Me asombró tanto como lo anterior que a continuación se avergonzara por haber nombrado a Dios, como si fuera un tabú para cualquier comunista de bien. Le tranquilicé con sorna, diciéndole que aquí ya no matan a nadie por decir cualquiera de las dos cosas, y que a Dios lo maltratan bastante con otro tipo de expresiones peores.

Aquellos episodios siempre me hacen reír, pero tengo que confesar que les he dado muchas vueltas, quizá para llegar a una conclusión en estos tiempos de ocurrencias caprichosas. Resulta que se están poniendo de moda los bautizos y las comuniones civiles. Yo tenía entendido los bautizos eran cosa cristiana, o por lo menos religiosa, y significaban la purificación del alma antes de entrar en la comunidad. Siempre me llamó la atención que la edad del bautismo se redujera a cero. Y aún más porque el motivo estaba en la urgencia de limpiar del pecado original a los que ya nacían condenados por la manzana de Adán, no fuera a suceder que fallecieran antes. De entre todas las posibles razones para bautizar a un recién nacido, ésta me parecía la menos justificable. Porque no puedo evitar ser fruto de una cultura individualista y creo en la libertad. Y si alguien es quien es por lo que ha sido, poner el contador a cero para ingresar en cualquier comunidad no deja de ser una promesa más que una realidad. Así que más bien, por si acaso será mejor que un bautizado sea recién nacido, con poco o ningún pasado propio que borrar o al que volver. ¿Es eso es hacer trampas?. Gerald Brenan opinaba en su laberinto español que toda nuestra nación, sea atea, pagana, pecadora, fiel creyente o todo a la vez, tiene tal impronta de la Iglesia Católica que todo lo que hagamos será siempre apoyándonos en sus muros.

Pero los bautizos civiles no son cosa sólo de España, y sólo de ahora. He rebuscado en un libro de historia la foto de un bautismo civil. En ella aparece Himmler bautizando en las SS a uno de sus arios recién nacidos, para darle la bienvenida en la comunidad nazi en que quiso convertir a toda Europa. La siguiente imagen que recuerdo es de hace pocos años. Eran nacionalistas radicales de izquierda catalanes, en una escena similar. Y la última, la de los telediarios de este Domingo de Ramos.

Tengo para mí que la obsesión por las ceremonias del bautizo, la fiesta de la comunión o de quienes terminan un banquete de bodas inscribiéndose en el registro de parejas de hecho, tiene mucho que ver con el refinado morbo provocador que ofrece la necesidad de sentirse diferente a los demás haciendo lo mismo. En principio parece otra inofensiva e ingenua forma de ser conspicuo, aunque pueda resultarme tan hilarante como lo de Franco sin los obispos. Me preocupa mucho más la inconsciencia de quien ignora que sus excéntricos actos, libres y decididos, puedan estar construyendo los cimientos de una esclavitud más sutil. Porque el incómodo problema que se plantea al cristiano al bautizar a sus hijos sin contar con su opinión lo resuelve el sacramento de la confirmación, cuando ya es el confirmando quien decide si quiere o no seguir en el rebaño y de todos modos nadie le puede obligar. Pero uno no puede en modo alguno evitar pertenecer al Estado, servir en él desde que nace hasta que muere, con ceremonia o sin ella.

Si la consecuencia inevitable de cualquier recién nacido del planeta es pertenecer a un Estado, al menos tenemos la suerte de nacer en un sistema democrático laico. Y es una suerte que hay que defender con firmeza. Es nuestro caso, un Estado donde los obispos tienen mucho que decir, tanto que decir y opinar como cualquiera que quiera rebatirles si le ha apetecido primero escucharles. Por eso, puedo contestar a mi amigo desde estas líneas que prefiero una democracia con obispos. Porque están en su sitio. Después de siglos, nos dicen lo que es pecado y lo que no y el que quiera escucharles o no sólo tiene que ir a la parroquia o cambiar de canal. Hubo un tiempo en que esto no era así, y en España un vergonzoso período de guerra civil en que se mató a la gente por ir a misa, o por no haber ido. Estoy encantado conque los obispos nos digan lo que tenemos que hacer, y que para convencernos sólo les quede fray ejemplo y no puedan usar a fray decreto.

Por eso me inquieta esta obsesión por volver a la caverna por la puerta trasera. Porque si es inevitable nacer y pertenecer a un estado, al menos si el estado condiciona el trabajo, la voluntad o la riqueza del ciudadano, ello no es tan grave como que quiera adueñarse del alma, el corazón o los pensamientos y emociones. Si esto suena raro o increíble es sólo porque nos resulta lejano en el tiempo. El poder político empezó a separarse del religioso en Europa hace casi seiscientos años, y tardó unos dos siglos, creando un cisma en la lglesia que significó en todos los sitios y de diferentes maneras lo mismo: la separación del poder civil y el religioso. Es la misma necesidad que el recién fallecido Giovanni Sartori recetaba para la religión musulmana, fundada casualmente seiscientos años después de la cristiana, pero donde no tuvieron a Grecia ni a Roma, así que dicha separación se augura más difícil y sangrienta.

Pero la misteriosa tendencia a volver a aquel drama que costó cien años de guerra a Europa es una golosina para cualquiera que tenga el poder. La ambición de transformar a la comunidad política en una religión se constata en las dictaduras, y se insinúa hoy en forma de populismo mesiánico. Ello lo deberían saber quienes tratan estas cosas con aire festivo y frívolo. Harris cuenta cómo en las religiones totémicas los ídolos adoctrinan directamente a los fieles, sobre todo a los que no pertenecen a la casta guerrera y sacerdotal. Los brujos preparan ceremonias iniciáticas y todo está ordenado por un ser superior al que hay que obedecer, pues es tan sobrenatural como lo pueda ser cualquier estatua de madera que habla. Sólo cuando el niño se hace guerrero se le explica, bajo juramento de silencio y pena de muerte, que es un viejo chamán quien está escondido detrás del tótem asustando con sus palabras a los no iniciados de la tribu. Ello hace evidentemente mucho más fácil el gobierno.

No sé lo que durará esta moda y espero que no llegue más lejos de lo anecdótico en un Occidente que rima con decadente más de lo debido, pero cada vez que veo a mucha gente, amigos incluidos, insistir en lo acertado que supone, ruego al mismo Dios que al poder político no le dé por sacarle beneficios. Porque me trae a la cabeza la sentencia lapidaria del insigne antropólogo: “Como consecuencia del deliberado descuido de la ciencia de la cultura, el mundo está plagado de moralistas que insisten en que han deseado libremente aquello que se vieron obligados a desear involuntariamente, mientras al no comprender las probabilidades contrarias a la libre elección, millones de seres que serían libres se han entregado a nuevas formas de esclavitud”.

Daniel Muñoz Doyague. Abogado y Politólogo.
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